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miércoles, 29 de junio de 2011

La Educación Sexual debe respetar la Naturaleza

El varón está hecho
para la mujer,
y la mujer para el varón;
la ideología de género
no puede romper
esta complementariedad,
so pena de arruinar para siempre
a la naturaleza humana.

Desde el punto de vista anatómico, fisiológico, psicológico y espiritual, el varón y la mujer se complementan y se enriquecen mutuamente. La naturaleza los ha diseñado para que el uno no pueda subsistir sin el otro, y el otro sin el uno. Ni el varón sin la mujer, ni la mujer sin el varón.
De modo aislado, no pueden concebir, no pueden reproducirse, no pueden perpetuar la especie. No pueden educar adecuadamente a los hijos, puesto que los hijos de la especie humana necesitan, por naturaleza, independientemente de la raza, de la clase social, de la nacionalidad a la que pertenezcan, un modelo paterno, que sólo puede ser ejercido por el varón, y un modelo materno, que sólo puede ser ejercido por la mujer.
La Naturaleza humana no puede estar condicionada a una ideología, en este caso, a la ideología de género. Si un ser humano nace con sexo masculino y con psicología masculina, no puede, en virtud de una ideología, "cambiar", "alternar", "combinarse" con el otro sexo, y lo mismo sucede con la mujer.
Hacer lo contrario, implica la devastación y ruina de la naturaleza, así como se devasta y arruina la biodiversidad ecológica al desforestar abusivamente un bosque, o cuando se contamina un río, o el mar, o cuando se tiñe el mar de rojo por la matanza indiscriminada de focas. El equilibrio de la Naturaleza, delgado y sutil, se rompe fácilmente cuando se lo intenta desviar-generalmente, por motivos de avaricia y codicia-, y es esto lo que sucede con la frágil naturaleza humana, cuando se aplica la ideología de género.
No puede un elefante convertirse en una liebre, ni puede una garza transformarse en un león.
Enseñar esto en la Educación Sexual, a niños y jóvenes, es forzar la Naturaleza por medio de una ideología. Y la Naturaleza no perdona.

lunes, 13 de junio de 2011

La indigna "muerte digna"




El título del artículo parece un juego de palabras, pero es sólo una descripción de la realidad. Según el diario The Daily Telegraph, el empresario hotelero británico Peter Smedley, de 71 años, que sufría un trastorno neuromotor diagnosticado hace dos años, se suicidó en un "centro de salud" llamado Dignitas.

Debido a que un equipo de la BBC filmó los últimos momentos de Smedley para un documental del escritor Terry Pratchett, que milita a favor del suicidio asistido, los tele-espectadores podrán ver los últimos momentos de vida del millonario hotelero cuando la BBC2 transmita en estos días: “Elegir la forma de morir”.

¿Por qué decimos que es una “muerte indigna”?

Porque la “muerte digna” no es la del suicidio asistido; la “muerte digna” no es aplicar al enfermo terminal –o en vías de serlo-, un cóctel farmacológico letal; la “muerte digna” no es la que sobreviene luego de haber sido alentado y empujado a tomar una decisión irreversible; la “muerte digna” no es la muerte artificial, la muerte inducida, la muerte anticipada y decretada por la impiedad humana.

La “muerte digna”, la única “muerte digna”, es la del paciente que, llegado al límite de su proceso agónico natural, es ayudado, por el afecto, el cariño y el amor de los suyos -y también por el equipo médico que lo asiste, y por el sacerdote, en caso de ser un creyente- a transitar en paz y calma los últimos momentos de su existencia terrena.

La “muerte digna” es la de aquel que, en la etapa final de su ciclo biológico –en el caso de ser un anciano-, o en el límite extremo de sus capacidades de sobrevida –si es un enfermo terminal-, traspasa el umbral de la muerte auxiliado por quienes permanecen de este lado de la vida, y lo hace según el ritmo natural biológico, y no como consecuencia de la inyección de drogas letales.

El suicidio asistido, o “muerte digna”, o “eutanasia”, no solo nunca es “digna”, sino que constituye una contradicción al juramento hipocrático, y una negación, en los hechos, del fin de la profesión médica, que es la prevención y la curación de la enfermedad.

Con la eutanasia no se busca ni prevenir ni curar; sólo se persigue la supresión física de un organismo vivo, por medio de la aplicación de drogas no prescriptas ni aptas para la curación; con la eutanasia no se busca ni la curación ni dar un paliativo a la enfermedad, sino que se elimina al organismo biológico que las sustenta, lo cual implica un acto de violencia y de brutalidad inhumana, que se encuentra en las antípodas del ejercicio de la verdadera medicina.

Por todo esto, la eutanasia no es nunca un acto médico, sino la negación de la medicina, y un atentado y un crimen contra la humanidad.

viernes, 3 de junio de 2011

La muerte del Dr. Muerte

Como médicos católicos,

consideramos que la eutanasia

no es un acto médico,

sino una negación de la medicina

y de la humanidad.

La muerte no se celebra, ni se festeja. Ni siquiera cuando se trata de alguien familiarizado con la muerte, como el Dr. Kevorkian, quien “ayudó” a morir a unas 130 personas, a lo largo de su equívoco ejercicio de la profesión médica. La muerte sólo se anuncia, como lo hacemos ahora, y se anuncia siempre con pesar, porque todo ser humano que muere es hermano nuestro, ya que nos hace hermanos la naturaleza humana. Así consideramos al Dr. Kevorkian, aunque diferimos radical y substancialmente de sus puntos de vista acerca de qué cosa sea el ser humano, acerca de cuál sea el rol del médico, acerca de qué cosa sea la vida, acerca de qué cosa sea la enfermedad y el dolor, acerca de qué cosa sea la muerte.

Disentimos con el Dr. Kevorkian en todos estos aspectos, ya que nos ubicamos en las antípodas de su “pensamiento” y de su “praxis”, y con motivo de anunciar, con pesar, su muerte, expresamos las razones de nuestro disenso con sus puntos de vista y con su obrar.

Disentimos con el Dr. Kevorkian acerca de qué “cosa” sea el ser humano. Basados en su praxis, deducimos qué significa, para el Dr., apodado “Dr. Muerte” por organizaciones pro-vida, el ser humano: para él, el ser humano es, precisamente, una “cosa” con vida; un cuerpo animado, una materia vivificada por “algo”, sin destino trascendente, a quien se debe eliminar cuando se tiene la certeza de un diagnóstico irreversible que le provoca sufrimiento.

Sin embargo, para nosotros, médicos católicos, el ser humano es algo mucho más trascendente y misterioso que un mero cuerpo animado: es una imagen viviente de Dios; es un ser creado “a imagen y semejanza” del Ser divino; es un cuerpo unido substancialmente a un alma, y unido en tal manera, que no es ni cuerpo solo ni alma sola, sino cuerpo y alma, sujeto a un ciclo biológico, al final del cual, se separan, para dar lugar a la muerte, la cual debe sobrevenir a su debido tiempo, y si este proceso provoca dolor y agonía, debido a la dignidad intrínseca que posee todo ser humano, debe ser acompañado en su proceso agónico, aliviando sus dolores y sus penas, ayudándole a no perder de vista su trascendencia, en virtud de su alma, y jamás debe interrumpirse esa vida de modo artificial.

Los médicos católicos estamos a favor de una muerte digna, entendida esta como el justo equilibrio entre la eutanasia, o muerte provocada, y el ensañamiento terapéutico, el exacto opuesto a la eutanasia, pero igualmente cruel que esta, puesto que se intenta mantener con vida al paciente a toda costa, aún a costa de provocarle mayores dolores e inútiles sufrimientos.

La muerte digna, para un médico católico, consiste en proporcionar al paciente que agoniza y que sufre, la medicación paliativa necesaria y justa para aliviar, dentro de los límites de la medicina, el dolor y el sufrimiento.

Sin embargo, debido a la naturaleza del hombre, constituida por materia y espíritu, por alma y cuerpo, la atención encaminada a una muerte digna, nunca se limitará a la mera administración de medicamentos, o de cuidados básicos –hidratación, alimentación, higiene-, sino que se complementará, como algo esencial, con la asistencia espiritual, según la creencia del moribundo, y si no tiene ninguna creencia, se pedirán oraciones por su alma.

Lamentamos, entonces, como médicos católicos, la muerte del “Dr. Muerte”, como lamentamos la muerte de todo ser humano. Al mismo tiempo, al recordarlo, no podemos dejar pasar por alto nuestro radical y profundo disenso con su actitud a favor de la eutanasia, ya que consideramos que la eutanasia no es un acto médico, sino una negación de la medicina y de la humanidad.

Pedimos para el Dr. Kevorkian la piedad que él no demostró con los pacientes a los que “ayudó” a morir.