Como médicos católicos,
consideramos que la eutanasia
no es un acto médico,
sino una negación de la medicina
y de la humanidad.
La muerte no se celebra, ni se festeja. Ni siquiera cuando se trata de alguien familiarizado con la muerte, como el Dr. Kevorkian, quien “ayudó” a morir a unas 130 personas, a lo largo de su equívoco ejercicio de la profesión médica. La muerte sólo se anuncia, como lo hacemos ahora, y se anuncia siempre con pesar, porque todo ser humano que muere es hermano nuestro, ya que nos hace hermanos la naturaleza humana. Así consideramos al Dr. Kevorkian, aunque diferimos radical y substancialmente de sus puntos de vista acerca de qué cosa sea el ser humano, acerca de cuál sea el rol del médico, acerca de qué cosa sea la vida, acerca de qué cosa sea la enfermedad y el dolor, acerca de qué cosa sea la muerte.
Disentimos con el Dr. Kevorkian en todos estos aspectos, ya que nos ubicamos en las antípodas de su “pensamiento” y de su “praxis”, y con motivo de anunciar, con pesar, su muerte, expresamos las razones de nuestro disenso con sus puntos de vista y con su obrar.
Disentimos con el Dr. Kevorkian acerca de qué “cosa” sea el ser humano. Basados en su praxis, deducimos qué significa, para el Dr., apodado “Dr. Muerte” por organizaciones pro-vida, el ser humano: para él, el ser humano es, precisamente, una “cosa” con vida; un cuerpo animado, una materia vivificada por “algo”, sin destino trascendente, a quien se debe eliminar cuando se tiene la certeza de un diagnóstico irreversible que le provoca sufrimiento.
Sin embargo, para nosotros, médicos católicos, el ser humano es algo mucho más trascendente y misterioso que un mero cuerpo animado: es una imagen viviente de Dios; es un ser creado “a imagen y semejanza” del Ser divino; es un cuerpo unido substancialmente a un alma, y unido en tal manera, que no es ni cuerpo solo ni alma sola, sino cuerpo y alma, sujeto a un ciclo biológico, al final del cual, se separan, para dar lugar a la muerte, la cual debe sobrevenir a su debido tiempo, y si este proceso provoca dolor y agonía, debido a la dignidad intrínseca que posee todo ser humano, debe ser acompañado en su proceso agónico, aliviando sus dolores y sus penas, ayudándole a no perder de vista su trascendencia, en virtud de su alma, y jamás debe interrumpirse esa vida de modo artificial.
Los médicos católicos estamos a favor de una muerte digna, entendida esta como el justo equilibrio entre la eutanasia, o muerte provocada, y el ensañamiento terapéutico, el exacto opuesto a la eutanasia, pero igualmente cruel que esta, puesto que se intenta mantener con vida al paciente a toda costa, aún a costa de provocarle mayores dolores e inútiles sufrimientos.
La muerte digna, para un médico católico, consiste en proporcionar al paciente que agoniza y que sufre, la medicación paliativa necesaria y justa para aliviar, dentro de los límites de la medicina, el dolor y el sufrimiento.
Sin embargo, debido a la naturaleza del hombre, constituida por materia y espíritu, por alma y cuerpo, la atención encaminada a una muerte digna, nunca se limitará a la mera administración de medicamentos, o de cuidados básicos –hidratación, alimentación, higiene-, sino que se complementará, como algo esencial, con la asistencia espiritual, según la creencia del moribundo, y si no tiene ninguna creencia, se pedirán oraciones por su alma.
Lamentamos, entonces, como médicos católicos, la muerte del “Dr. Muerte”, como lamentamos la muerte de todo ser humano. Al mismo tiempo, al recordarlo, no podemos dejar pasar por alto nuestro radical y profundo disenso con su actitud a favor de la eutanasia, ya que consideramos que la eutanasia no es un acto médico, sino una negación de la medicina y de la humanidad.
Pedimos para el Dr. Kevorkian la piedad que él no demostró con los pacientes a los que “ayudó” a morir.
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