El cigoto, es decir, el ovocito fecundado por un espermatozoide, es ya una persona humana, con un acto de ser, con un cuerpo y con un alma, y por lo tanto, su primer derecho humano es el derecho a vivir

lunes, 28 de febrero de 2011

¿Ser engendrado con una discapacidad concede el derecho a morir?


En nuestros días, el hecho de ser engendrado con una discapacidad es fuente de "derechos" y "facultades": concede a los padres la facultad de demandar al médico que no hizo el diagnóstico pre-natal a tiempo; autoriza al médico a eliminar al niño de modo cruento (aborto); concede al niño el "derecho a morir", el cual debe ser aplicado, como lo manda la ley, por sus “propios intereses”.

Estas aberrantes conclusiones se derivan del fallo emitido por el Tribunal de Apelación de Bruselas (el 21 de septiembre de 2010, fuente: http://eligelavidanet.blogspot.com), que ha dictaminado que los padres pueden demandar a los médicos que no diagnostiquen discapacidades graves en los niños antes de nacer. Del mismo fallo se deriva que un diagnóstico erróneo –es decir, no es detectada la anomalía en el feto- constituye un “atentado a los intereses del niño”. Además, faculta al médico a realizar el aborto –siempre en procura del bien del niño ¿?, se entiende-, porque nacer con una discapacidad es un “daño” (sic) -¿al niño, a los padres, a la sociedad?-, para evitar la reparación de un “daño” irreversible –un niño que nace con discapacidad-. Entonces, el único camino que queda, es eliminarlo por medio del aborto.

La secuencia “ilegal”, que concede derecho a los padres para demandar al médico y para abortar a su hijo, sería la siguiente: niño engendrado con discapacidad – diagnóstico pre-natal “erróneo” no detecta la “anomalía” – nace niño con discapacidad – padres con facultad legal para demandar al médico por “mala praxis”.

Por el contrario, la secuencia “legal” a seguir, según este Tribunal de Apelaciones, sería la siguiente: niño engendrado con discapacidad - diagnóstico pre-natal “eficaz” – detección de anomalías en el feto - aborto inmediato.

Por supuesto, todos tranquilos –padres satisfechos, médico protegido legalmente-, porque en realidad lo que se hace es respetar el “derecho” del niño a nacer sin discapacidad.

Lo que Hitler tuvo que hacer para exaltar de un modo pagano a la raza aria –armar una guerra mundial con millones de muertos-, lo simplifica el Tribunal de Bruselas mediante un papel firmado, ya que legaliza la eugenesia, es decir, la eliminación de ejemplares "fallados" de la especie humana, en "bien" de la humanidad. Si esto no es la exaltación pagana de la raza, al más puro estilo hitleriano, entonces no entiendo nada…

¿Qué hay en la base de este aberrante fallo del Tribunal de Bruselas?

Un gran vacío existencial; una concepción hedonista y materialista de la vida; un endiosamiento de la raza y de la salud y del bienestar corporal; un desconocimiento del valor del sufrimiento y de la enfermedad, y también de la vida y de la muerte, enaltecidos por la Encarnación del Hijo de Dios y sublimados y santificados por el sacrificio de la cruz; un desconocimiento abismal de Dios como Autor, Creador y Dueño de la vida; un desprecio por la vida humana –la ajena, no la propia, que la propia se la vive muy placentera y hedonísticamente-; una fe ciega e irracional –y por lo tanto inhumana- en las leyes humanas injustas…

Pero no habrá de triunfar la cultura de la muerte y del odio, ya que la vida y el amor son más fuertes, mucho más fuertes.

miércoles, 23 de febrero de 2011

¿Es mala la ciencia para el hombre?


Los avances científicos y tecnológicos alcanzados en los últimos decenios han permitido a la humanidad alcanzar “logros” o “hitos” científicos responsables de lo que el Santo Padre Juan Pablo II llamó “cultura de la muerte”: fertilización asistida, diagnóstico genético pre-natal con fines eugenésicos, alquiler de vientres, “creación” de “hermanos medicamentos”, píldora “del día después”, aborto, eutanasia.

Es decir, la ciencia humana ha contribuido, en gran medida, con sus descubrimientos, a la creación de una sociedad en la que el ser humano es víctima de los “avances” científicos.

¿Qué se puede decir de esto? ¿A qué conclusión se arriba? ¿La ciencia es “mala”? Y si la ciencia es mala, ¿entonces no se debe hacer ciencia?

Una conclusión de este tipo sería errónea.

La ciencia no es mala en sí misma. Intrínsecamente, no es ni buena ni mala. Es, simplemente, un producto de la inteligencia humana, que puede ser convertido en bueno o malo, según el uso que se le dé. Entonces, en el caso del que estamos hablando, es decir, en la constatación fáctica de que la ciencia –y la tecnología- ha contribuido a construir la cultura de la muerte, es claro que se debe a que los hallazgos científicos han sido orientados en una dirección equivocada, o más bien, han sido “des-orientados”. Esto sucede cuando los medios no se utilizan para alcanzar un Fin, sino que ellos mismos se convierten en fines secundarios que no conducen a ninguna parte. La investigación científica produjo la actual cultura de la muerte porque no fue orientada hacia un Fin Último; por el contrario, ella misma, la investigación, se convirtió en el único fin a perseguir.

Si la investigación científica hubiera estado orientada por la consecución de un Fin Último -en el que el hombre encuentra su felicidad y su realización plena-, no solo nunca hubiera llegado la humanidad a vivir en la cultura de la muerte, sino que habría construido una cultura de la vida, en donde el bienestar de la vida humana –de las personas humanas que tienen vida- sería el objetivo por el cual trabajarían todas las naciones de la tierra.

La siguiente reflexión trata acerca de cómo los actos humanos –como la investigación científica- deben estar guiados por un Fin Último en el cual el hombre alcance la felicidad.

No se trata entonces de no hacer ciencia, sino de orientarla –como a toda actividad humana- hacia un Fin que se identifica con el Bien en sí mismo y es fuente de la felicidad para el hombre y que, en el lenguaje religioso, se llama “Dios”.


Obrar por un fin, obrar por la felicidad

El movimiento y la acción es algo propio de quien está vivo. La vida se manifiesta por el movimiento, por la acción. El hombre actúa, obra, y en su actuación, demuestra que está vivo. La vida humana se manifiesta entonces por actos, movimientos, humanos, es decir, por actos realizados consciente y libremente[1].

Ahora, ¿por qué obra el hombre? ¿Dónde se origina su actuar? ¿Qué busca el hombre cuando obra?

Todo hombre obra movido por un deseo, y toda acción humana implica un deseo de alcanzar algo. En la base del movimiento y de la acción, está el amor a algo: el deseo.

Cuando un hombre obra racionalmente, desea o busca un fin, es decir, algo en donde termina su deseo.

“Toda acción que realiza un hombre, la realiza porque quiere alcanzar algo con ella. En el trasfondo de cada acción se encuentra un deseo de alcanzar algo que explica el sentido de la acción: actuar es buscar algo. Y se busca porque se desea aquello. Aquello que se busca es el término de un deseo. Se llama “fin” o “bien” al término de un deseo, a lo que está finalizado un deseo. “Bueno es aquello que todos apetecen”, decía Aristóteles. El bien es algo bueno que deseo, y es el fin, porque termina mi deseo cuando lo consigo.

El Fin, o el Bien, es algo capaz de atraer, capaz de encender mi deseo. Pero hay que tener en cuenta que algo es bueno, y por lo tanto puede ser el fin de mi acción, sólo cuando interviene la razón. Bien es algo que es juzgado como bueno por mi razón (no hay ningún bien al margen de la razón; hay sí bienes superiores que no puedo medir con la razón, pero nada es bueno si es contrario a la razón. Es la razón la que me indica dónde hay un bien verdadero y no falso). El bien a su vez es en donde termina mi deseo, por eso es mi fin, y es en donde “descanso”, en el sentido de haber conseguido una cierta felicidad.

El bien que mueve a mi deseo no es propiamente una “cosa” sino una actividad en relación con cosas. Cuando uno desea montar a caballo –o jugar al fútbol- su deseo se dirige a la actividad de “montar a caballo”, no directamente al caballo mismo. Por eso hay que distinguir dos tipos de bienes, para saber cuál es el que mueve mi deseo: el bien ontológico, que indica a la cosa en su perfección y en su bondad, que por esta perfección y por esta bondad que podemos percibir, es capaz de atraer, y el bien práctico, esto es, un tipo de actividad. Entre ambos existe una relación estrecha, ya que se trata de “montar a caballo” (bien ontológico-bien práctico), pero lo que es propiamente el término del deseo es el bien práctico”[2].

Entonces: a la base de mi obrar, está el deseo, el amor a algo; ese deseo o amor a algo, me lleva a buscar ese algo, me lleva a obrar, a buscar lo que no tengo; ese “algo” que busco es algo que he juzgado con mi razón que es bueno; el bien que deseo no es una cosa –el caballo o la pelota de fútbol-, sino una actividad –montar a caballo, jugar un partido con los amigos-; cuando consigo ese bien, termina mi deseo, y soy feliz. En el fin que desea alcanzar, el hombre entrevee su felicidad, porque es algo bueno. Fin, bien y felicidad, coinciden.

Entonces, actúo y me muevo porque deseo un bien, un fin, y cuando lo encuentro, termina mi deseo y finaliza mi acción. Sin embargo, luego deseo otro fin, y me muevo para conseguirlo, y así sucesivamente. Continuamente me muevo para conseguir fines y bienes.

¿Hay algún Fin Último que sea como el motor de mi movimiento?

LOS FINES INTERMEDIOS ME CONDUCEN AL FIN ÚLTIMO

Hay un Fin Último, que actúa como el motor de mi movimiento, y es Dios. ¿De qué manera ese Fin Último actúa como motor de mi movimiento?

El fin último del hombre es Dios, porque el hombre ha sido creado para conocer la Verdad con su inteligencia, para amar el bien con su voluntad, y para gozar en la posesión del Bien y de la Verdad, y como Dios es la Suprema Verdad y el Bien Infinito, sólo en la posesión de Dios el hombre encuentra satisfecho su deseo natural de felicidad. y sólo en Él alcanza el hombre el estado de felicidad absoluta y perfecta, en el que ya no desea ninguna otra cosa[3]. Por eso, el fin último propio del hombre es dar gloria a Dios por el conocimiento y el amor[4]. Al contemplar a Dios, el hombre es absolutamente feliz, porque la hermosura infinita del ser divino sacia completamente la sed de felicidad del hombre, y éste no desea nada más. Al conocer y amar a Dios, al gozar de su compañía y de su amistad, el hombre alcanza el fin último para el que ha sido creado, encuentra en Dios su Bien Supremo, y su felicidad total, absoluta y definitiva[5]. El conocimiento y el amor de Dios producen en el hombre un estado de felicidad perfecta e interminable, porque ya no desea nada más y porque no tiene temor a perderlo[6].

Este conocimiento y amor de Dios no se dan en esta vida, porque aquí no podemos ver a Dios tal cual es, y por eso es que en esta vida esa felicidad absoluta y total que proporciona la visión y la amistad de Dios, no existe; sí en la otra vida, pero aquí no.

Si la felicidad absoluta no existe en esta vida, ¿eso quiere decir que de ninguna manera existe entonces la felicidad en esta vida?

Es verdad que la felicidad total y definitiva, tal como la experimentan los bienaventurados en el cielo, gozando de Dios, Fin Último, no existe en esta vida. Sin embargo, hay una felicidad imperfecta, porque aquí ya podemos empezar a conocer y amar a Dios. La felicidad será tanto mayor cuanto mayor sea el conocimiento y el amor de Dios. Conociendo y amando a Dios, ya en esta vida, empezaré a poseer ese Fin Último que es mi Bien y mi Felicidad eterna en la otra vida.

¿Cómo puedo conocer y amar a Dios, mi Fin Último, en esta vida?

Además de la oración y de la práctica de los sacramentos –en donde está Dios en Persona-, aprendiendo a reconocer que las cosas buenas y verdaderas son buenas y verdaderas porque participan de Dios, y que me pueden conducir a Dios y por lo tanto, pueden hacerme feliz. Deseando esas cosas buenas, deseo en realidad mi Fin y Bien Último.

Hay cosas buenas y fines buenos intermedios, que son buenos porque participan de la bondad de Dios, que me conducen al Fin Último y que me pueden dar pequeñas felicidades, como un anticipo de la felicidad última y definitiva. En esta vida entonces existen pequeñas felicidades y fines intermedios, que son buenos porque participan del Fin Último y de la Felicidad suprema, que pueden darme algo de felicidad.

Hay en esta vida una escalera de fines buenos y de pequeñas felicidades, que me llevan al Fin Último y Felicidad suprema, Dios.

¿Cómo descubrir esos fines intermedios y buenos que me llevan al Fin Último?

Pongamos un ejemplo[7]: “Si yo veo a un compañero sentado sobre su escritorio, y le pregunto: “qué haces?”, su respuesta indicará, no el hecho de estar sentado, o de mirar un libro, sino el “por qué está sentado”, esto es, “estoy leyendo” o “estoy estudiando”. Su acción “estar sentado”, “mirar un libro”, está finalizada a una actividad, no a un libro: ésta es “estudiar”. Y ello, porque ha juzgado como bueno estudiar, y juzgándolo como bueno, ha producido el deseo racional de estudiar.

Si la pregunta es: “¿Porqué estudias?”, su respuesta puede tener un doble camino:

-Indicar un fin superficial de su actividad: “aprobar el examen de Ética”, se trata de un fin que tiene sólo una dimensión exterior, que no lo perfecciona como persona, y que no lo conduce al Fin Último.

-Pero su respuesta puede indicar no un fin superficial, sino un fin trascendente, que lo perfecciona como persona y que lo conduce al Fin Último: “estudio para aprender”.

Pero puedo seguir preguntando: “¿porqué quieres formarte?”, y su respuesta podría ser: “quiero conocer la verdad de tal problema”, o “quiero ayudar al hombre a clarificar su inteligencia, darle luz sobre los problemas centrales de la vida”.

Así, preguntando, paulatinamente, llegaríamos a ver cómo existe una graduación de finalidades, y cómo se da un fin último que justifica todos los demás fines: “quiero conocer a Dios”, o “quiero evangelizar”. “¿Y porqué querés conocer a Dios y querés evangelizar?” “Porque he visto que en la amistad con Dios, que es mi Fin Último, está mi felicidad, y quiero hacer participar a todos mis hermanos de esta felicidad”.

Esta actividad –conocer y amar a Dios como mi Fin Último que me da la felicidad definitiva-, es una actividad –un bien práctico- que no se justifica por ninguna otra, y por eso es digna de ser amada por sí misma. Es así como “mi persona” alcanza una vida lograda, digna de ser amada por sí misma: en la amistad con Dios, sirviendo a los demás. Alcanzo el fin y el bien último –Dios- por medio de fines y bienes intermedios –estudiar y ser amigo de los hombres, mis hermanos”.

En las acciones intermedias que tienden al fin, el hombre entrevee algo bueno, que lo lleva a ese fin último que es el Bien Supremo. Puedo llegar al fin último a través de fines intermedios, y así alcanzar una vida lograda. Para ello se precisa que en toda acción yo actúe siguiendo la razón, la cual me indica el bien, ya sea ontológico (la cosa) o práctico (la actividad).

El deseo del Fin último y de la felicidad verdadera está presente en los fines y bienes intermedios. Los fines intermedios son buenos y verdaderos porque participan del Fin Último, Bueno y Verdadero.

El corazón humano, en cada cosa amada, desea aquél bien absoluto –el Fin Último, que es Dios- que lo hace feliz[8]. Las cosas buenas y verdaderas de la vida, son buenas y verdaderas –y por lo tanto pueden darme algo de felicidad- porque participan de la bondad y de la verdad de Dios, Sumo Bien, Suma Verdad, y Suma Felicidad: “interrogarse sobre el bien significa dirigirse en última instancia a Dios, plenitud de la bondad. “¿Porqué me preguntas sobre lo que es bueno? Uno sólo es bueno” (Mt 19, 17). Jesús muestra que la pregunta del joven es en realidad una pregunta religiosa y que la bondad que atrae al hombre tiene su fuente en Dios mismo, el único digno de ser amado “con todo el corazón, con toda el alma” (Mt 22, 37)”[9].

Hay un Fin y un Bien Último que actúa como motor de mi movimiento, porque está presente de alguna manera en los fines y bienes intermedios que busco y deseo.

¿Actuar como persona o hacer algo mecánicamente?

La búsqueda del Fin Último en los fines intermedios que me perfeccionan como persona

¿Qué busco cuando actúo? ¿La perfección de mi persona, o la simple modificación de las cosas que están fuera de mí? Una misma acción puede perfeccionar mi persona, y por lo tanto conducirme al Fin Último, o bien puede no perfeccionarme, sin dejar nada en mi interior, produciendo sólo una modificación exterior de las cosas. En un caso, la acción se llamará “actuar” –cuando lo actuado por mí me perfeccione como persona-; en el segundo caso, la acción se llamará “hacer” –cuando lo obrado por mí provoque sólo una modificación exterior de las cosas, pero sin perfeccionarme en mi interior. ¿Dónde se da el paso que hace que una obra se llame “actuar”, y no “hacer”? ¿Qué es lo que hace que una misma acción me perfeccione o me deje vacío como persona?

La acción que realiza el hombre tiene dos dimensiones que pueden ser vistas con dos ojos: el derecho y el izquierdo[10]. Cuando alguien realiza algo, ese “algo” obrado, tiene dos dimensiones o “lados”. No es que sean dos acciones distintas, sino dos aspectos de una misma y única acción: un primer aspecto, un primer “lado” de la acción, es lo que se observa exteriormente, es la dimensión exterior, que produce un determinado estado de cosas: es la actividad transitiva. Es una acción que transforma el mundo, que tiene un efecto “fuera” del sujeto que la realiza, pero que no perfecciona interiormente a la persona, ni tampoco la conduce al Fin Último. Sería como actuar “mecánicamente”, como un robot en una línea de producción de una fábrica. Es el lado del “hacer” (o “facere”). Este lado es exterior, superficial, no deja nada en el interior.

El otro “lado” o dimensión de la acción que realiza el hombre, que no se observa exteriormente, es lo que esa acción produce interiormente, en el interior de la persona: es la dimensión interior o actividad inmanente –se llama así porque queda dentro de la persona, pero que también puede ser llamada trascendente, porque lleva a la persona al Fin Último. Esta acción produce un resultado, pero ese resultado queda en el interior de la persona, perfeccionándola, transformándola y haciéndola crecer espiritualmente, como persona. Esta acción le permite a la persona realizar lo que puede y quiere llegar a ser. Es la acción vista como “actuar” (o “agire”).

Se trata entonces de dos “lados” o dimensiones de la acción, no de dos tipos distintos de acción. La acción que nos interesa desde la ética, es la segunda, es decir, la acción vista como “actuar” (o “agire”). ¿Por qué nos interesa este “lado” de la acción? Porque esta acción transforma a la persona, la hace crecer interiormente, y si la hace crecer, es un fin intermedio que la conduce al Fin Último. La acción inmanente, que queda en el interior de la persona, transforma desde adentro a la persona. Así, aquel que decide estudiar para ayudar a los demás, o el que decide estudiar para evangelizar, produce una acción que es un actuar que lo transforma en alguien bueno, ya que la actividad práctica –el bien práctico- que eligió es buena: ayudar a los demás, como la Madre Teresa de Calcuta, es una acción inmanente buena que la perfecciona como persona. Realizando una actividad práctica buena, la persona se transforma en una persona buena. Mis acciones me transforman, por eso puedo convertirme según sea lo que actúo.

Ahora bien, podríamos preguntarnos: esta acción, ¿sólo puede perfeccionar? No, hay que tener en cuenta que esta acción interior, también puede transformar a la persona en un sentido negativo. Pongamos un ejemplo: quien decide robar un dinero, no sólo produce un mal a otro hombre, sino que él mismo se convierte en ladrón. En este caso, el actuar lo transformó en sentido negativo, porque la actividad práctica que eligió ejecutar, era mala: robar.

Es decir, como personas humanas, somos seres subsistentes, que luego de ser creados, somos por nosotros mismos. Pero necesitamos perfeccionarnos continuamente, y esa perfección la obtenemos por nuestra actuación libre. De acuerdo al bien que elija, me voy a elegir a mí mismo en mi modo de existir; de acuerdo al bien que elija, voy a “construir” mi modo de existir: puedo elegir construirme como padre, o como amigo, o como ladrón, o como mentiroso.

Si alguien faltara a la lealtad a un amigo, porque esto le permite ganar mucho dinero, es porque el bien del dinero, según aquello que ha decidido ser, ejerce una fuerza atractiva más fuerte que el bien de la amistad (es el caso de Judas que traiciona a su amigo Jesús). Esto indica que la persona humana en la acción que realiza no sólo toma una decisión respecto del bien al cual tiende y realiza, sino que toma una decisión respecto de sí misma. La acción no sólo dispone de bienes, sino que toma una decisión respecto de la persona misma, porque la transforma, sea en un sentido negativo, o en un sentido positivo. La actuación es la realización y construcción de la persona como tal. En síntesis, en la acción elijo mi persona, según como quiero que sea. Y la elijo así porque he juzgado que esa existencia es “mi bien”. Ella es mi vida buena, una existencia digna de ser amada por sí misma. Actuar moralmente no es sólo comportarse hacia objetos, consecuencias, producción de efectos, sino sobre todo construir una vida, la propia vida, la propia persona, construir con mis actos lo que puedo y quiero llegar a ser. Actuar moralmente es construir una vida buena por actos buenos.

[1] Cfr. Ángel Rodríguez Luño, Ética General, EUNSA, Pamplona 1986, 59.

[2] Noriega, Ética general, 6.

[3] Cfr. Rodríguez Luño, Ética General, 67.

[4] Cfr. Rodríguez Luño, Ética General, 67.

[5] Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 83, a. 9, c.

[6] Cfr. Rodríguez Luño, 73.

[7] Cfr. Noriega, Corso di etica generale, Roma 2002, 6.

[8] Cfr. Livio Melina, Cristo e il dinamismo dell’agire, Mursia, Roma 2001, 22.

[9] Cfr. Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis splendor sobre las relaciones entre fe y razón, 9.

[10] Cfr. Noriega, ibidem, 10ss.

lunes, 21 de febrero de 2011

Hay quince mil niños argentinos congelados en los laboratorios

Las consecuencias de atentar contra la Naturaleza son incalculables e insospechadas. Según informaciones recogidas en diarios argentinos, existen en el país 15 mil (quince mil) embriones congelados, con los cuales nadie sabe qué hacer: descartarlos, darlos en adopción, usarlos como material de investigación.
La tragedia humana pudo ser conocida debido a que por su magnitud, era ya imposible de ocultarla, ya que los números hablan por sí mismos.
Nadie sabe qué hacer con estos niños congelados, y todas las opciones que se presentan -con la excepción de la adopción- son terroríficas: para esos niños, si no son recibidos en adopción, el futuro es una muerte segura, ya que las posibilidades son o descartarlos, o ser usados como material biológico en laboratorios de experimentación.
La noticia de los diarios muestra la gravedad y la magnitud del problema, ya que se trata de nada menos que de la vida de 15 mil niños -en estado de embriones, pero niños al fin, con cuerpo y con alma- que corren un serio riesgo de ser eliminados de un momento para otro.
En estos momentos, es noticia internacional la masacre de centenares de manifestantes en un país oriental en revuelta, pero no es noticia el inminente riesgo de muerte de miles de niños como estos, olvidados en un frío laboratorio.
Los diarios muestran a los niños como el problema, pero en realidad, el problema no son los niños, sino los adultos -los padres, los científicos, los médicos, los empresarios-, que fueron quienes, con su obrar contrario a la naturaleza, crearon las condiciones necesarias para que la tragedia se consumase.
La noticia entonces no debería ser: "Hay quince mil niños congelados en los laboratorios", sino: "Padres y médicos irresponsables congelan niños con métodos contrarios a la naturaleza, y ahora los quieren eliminar".
El verdadero problema no son los niños-embriones congelados en los laboratorios, ignorantes de su macabro destino, sino los adultos que, libremente, y contrariando los designios divinos sobre el amor humano y la familia, crearon las estructuras de la cultura de la muerte. Entonces, aquello que parecía la "solución de vida" para quienes no tenían hijos -fertilización asistida, fecundación in vitro, selección de embriones "viables", congelamiento de los "momentáneamente indeseables"-, se convierte, de repente, por la muerte de los progenitores, por la separación, o simplemente por el desinterés, en lo que es: una tragedia humana.
En efecto, pocas cosas son más trágicas para una persona humana que venir a este mundo no por el amor esponsal del matrimonio entre el varón y la mujer, sino por capricho egoísta de quien quiere, a toda costa, ser padre, sin importar si para alcanzar su sueño, es decir, para tener un hijo, deba eliminar a ocho, diez o veinte embriones que, al fin de cuentas, son también hijos suyos.
Pocas cosas hay más trágicas para un niño que el venir a este mundo, no en el seno materno, en donde recibirá la alimentación y el amoroso cuidado maternal que como persona se merece, sino en un frío y aséptico tubo de ensayo de un laboratorio, en donde será manipulado por seres desconocidos, sin sentimientos, sin afectos -nada liga al técnico de laboratorio con un embrión-, y sin ningún interés acerca de su destino final, de vida o de muerte.
Pocas cosas hay más trágicas para un niño que el ser congelado y depositado en almacenamiento en un congelador ultramoderno, a la espera de que sus padres decidan, eventualmente, descongelarlo, para dejarlo crecer -como sucede, lamentablemente, en no pocos casos-, si es que no se desinteresan totalmente por él, haciéndolo ingresar en la lista de embriones destinados a morir.
Pocas cosas hay más trágicas para un niño que el ver congelado, literalmente, su destino de vida, por la egoísta decisión de unos padres y unos médicos a quienes no les importa si vive o muere.
Lo que al inicio se presentaba entonces como "solución de vida", hacia el final se quita la máscara de falsa felicidad y se muestra como lo que es, un producto de muerte, construido por la cultura de la muerte.
Sólo tragedia y tristeza sobreviene al hombre cuando el hombre se empecina en ir contra la Naturaleza, sabia creación de Dios Uno y Trino.

sábado, 5 de febrero de 2011

Sólo en el matrimonio del varón y de la mujer se da la imagen de Dios en el hombre



La creación del hombre como varón y mujer realiza la imagen de Dios

¿Qué entendemos por ‘hombre’? ¿Por qué Dios crea al varón y a la mujer, y no al varón solo o a la mujer sola? ¿Puede el hombre, en su soledad, alcanzar la felicidad? ¿En qué consiste la imagen de Dios en el hombre? Estos interrogantes, respondidos a la luz del magisterio de Juan Pablo II, nos ayudan a formarnos una idea de porqué un matrimonio que no esté constituido por la unión indisoluble del varón y de la mujer, está destinado al fracaso.

El hombre es creado varón y mujer

Estamos acostumbrados a pensar que “hombre” es sólo el individuo humano de sexo masculino. Sin embargo, en el lenguaje bíblico, por “hombre” se entienden tanto al varón como a la mujer. Es decir, “hombre” estaría implicando una bipolaridad sexual, en la cual ambos sexos se complementan. La especie humana está compuesta entonces por estos dos individuos de diferente sexo: varón y mujer.

Según los relatos bíblicos –en donde está contenida y asumida la sabiduría humana original-, el hombre ha sido creado “varón y mujer” (Gn 1, 27). El hombre y la mujer son iguales en cuanto personas y complementarios en cuanto varón y mujer. La sexualidad por un lado forma parte de la esfera biológica y, por otra, es elevada en la creatura humana a un nuevo nivel, el personal, en el cual se unen espíritu y cuerpo[1].

Esta teoría –el ser humano, el “hombre” es en realidad una creación bipolar, se encuentra en Juan Pablo II[2]. El Santo Padre analiza las palabras de Jesús en su enfrentamiento con los fariseos (Mt 9, 13ss) y su referencia al principio: “al principio el Creador los hizo varón y hembra”. En ese pasaje del Génesis, el texto dice: “Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó y los creó varón y mujer”. Es decir, el “hombre”, como especie, es creado en una bipolaridad: “varón y mujer”. Luego Jesús añade, dando el fundamento de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio: “Dejará el hombre (varón) a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y formarán una sola carne” (cfr. Gn 2, 24). Del análisis del Génesis y de las palabras de Jesús, se concluye que por “hombre” se entiende la creación del varón y de la mujer. Cuando Jesús responde a los fariseos, en Mt 19, se refiere a la creación del hombre como varón y mujer.

Es creado primero el varón, “solo”: la soledad originaria

El hombre es creado originariamente solo, y él se da cuenta de esa situación, cuando se ve a sí mismo distinto de toda la otra creación –reflexiona sobre sí mismo- y también distinto de Dios. El hombre se encuentra solo frente a Dios, aunque esta soledad no implica solamente estar “solo”, sino su subjetividad, la cual se constituye por su autoconocimiento. El hombre está solo porque es “diferente” del mundo visible, del mundo de los seres vivientes. El hecho de que pueda reflexionar sobre esto, hace ver cómo el hombre es, en su interioridad, una persona humana con la subjetividad propia que la caracteriza: es su autoconciencia la que lo permite distinguirse de toda la Creación y de Dios. Pero esta soledad, al mismo tiempo que lo diferencia del resto de la Creación, lo constituye, por su autoconciencia, en el interlocutor absoluto y exclusivo de Dios: él, a través de su propia humanidad, queda constituido al mismo tiempo en un relación única, exclusiva e irrepetible con Dios mismo. Es la posesión de su cuerpo lo que le permite tomar conciencia de su soledad. El hombre, a través de la experiencia de su propio cuerpo, habría podido llegar a la conclusión de ser substancialmente semejante a los otros seres vivientes (animalia); sin embargo, no llega a esta conclusión, sino a la de que está “solo”. Es por el cuerpo que el hombre se distingue de los otros seres y se separa de ellos, y también a través del cual él es persona. Sobre la base de la experiencia de la soledad originaria, el hombre tiene conciencia y conocimiento del sentido del propio cuerpo.

Luego es creada la mujer, como compañía adecuada: la unidad originaria

Por su corporeidad, el hombre se descubre “solo”: distinto del resto de la creación, y en relación única con Dios. Pero a esta soledad originaria, le sucede la unidad originaria: hay una soledad originaria porque el hombre –varón- es creado primero; hay una primera encarnación del ser hombre, una primera forma de “ser cuerpo”, y es la masculinidad. Sin embargo, la obra de la creación aún no está completa: falta una segunda forma de encarnación del ser hombre, y es la femineidad, sólo así estará completa la imagen del hombre –varón y mujer- como imagen de Dios: “la unidad originaria se basa en la masculinidad y en la femineidad, como en dos ‘encarnaciones’ diferentes, como en dos modos de ‘ser cuerpo’ del mismo ser humano, creado a ‘imagen de Dios’ (Gn 1, 27)”[3]. Es en el segundo relato de la creación del hombre en donde se manifiesta la creación definitiva del hombre como varón y mujer: Dios dice: “No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él” (Gn 2, 18). Luego continúa el relato del Génesis: “Hizo pues, Yahvé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer” (Gn 2, 21-22). Por obra de Dios, en este sopor genesíaco, cae en ese “sopor” para despertarse “varón” y “mujer”. Este “sueño” indica un retorno al momento de la creación, al no-ser, para que el hombre se prepare a un nuevo acto creador por parte de Dios: por iniciativa del mismo Dios, el “hombre” solitario surge de nuevo en su doble unidad de varón y mujer[4]. De este modo, el círculo de la soledad del hombre-persona se rompe, porque el primer “hombre” despierta de su sueño como “varón y mujer”.

Que la mujer sea tomada de la costilla del hombre, significa igualdad en la estructura corporal con el hombre; la mujer es creada sobre la base de la misma humanidad del hombre. El cuerpo es el mismo, a pesar de la diferenciación sexual, de ahí la expresión del primer hombre: “Será llamada ‘varona’ porque ha sido tomada del varón” (Gn 2, 23).

De este modo, el hombre (varón) manifiesta por primera vez alegría y exaltación; la alegría por otro ser humano, por el segundo ‘yo’, se evidencia en las palabras del hombre (varón) pronunciadas al ver la mujer (hembra). En esto radica la unidad originaria, que sigue a la soledad originaria.

Ambos realizan la comunión interpersonal, y en esta, la imagen de Dios

“...a su imagen y semejanza creó Dios al hombre”. ¿En qué consiste esta semejanza?

En la creación del hombre como varón y mujer, se puede observar una unidad, en cuanto poseen la misma naturaleza humana, y una dualidad, basadas en la masculinidad y en la femineidad del hombre creado. Al encarnarse no en uno sino en dos modos distintos de ser cuerpo y de ser hombre, el hombre supera la soledad originaria, a través de esta unidad originaria de masculinidad y femineidad. De esta manera se supera el límite de la soledad; la soledad es el camino que lleva a la unidad, a través de la ‘communio personarum’. El hombre, en su soledad originaria, adquiere una conciencia personal en el proceso de ‘distinción’ de todos los seres vivientes (animalia) y al mismo tiempo, en esta soledad se abre a un ser afín a él, que es definido por el Génesis (2, 18 y 20) como “ayuda semejante a él”. La soledad del hombre se presenta como el descubrimiento de la trascendencia de la propia persona y también como descubrimiento de una relación adecuada ‘a la’ persona, y por lo tanto, como apertura y espera de una ‘comunión de personas’. ‘Comunión’ se deriva del hecho de existir como persona junto a otra persona; es la existencia de la persona ‘para’ la persona. La comunión de personas podía darse sobre la base de una ‘doble soledad’ del hombre y de la mujer, es decir, como encuentro en su distinción del mundo de los seres vivientes, que daba a ambos la posibilidad de ser y existir en una reciprocidad particular.

En el relato de la creación del hombre, en el capítulo primero, se afirma que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios en cuanto varón y mujer. El capítulo segundo revela que la creación completa y definitiva del ‘hombre’ se expresa en la ‘communio personarum’ que forman el hombre y la mujer.

La “imagen de Dios” del hombre se realiza no sólo a través de su propia humanidad, sino también a través de la comunión de personas, que el hombre y la mujer forman desde el comienzo. La función de la imagen es reflejar al modelo; el hombre se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión. Es decir, el hombre es imagen de Dios porque en su comunión de personas, es imagen de la comunión divina de Personas Trinitarias.

La masculinidad y la femineidad expresan el doble aspecto de la constitución somática del hombre e indican la nueva conciencia del sentido del propio cuerpo, sentido que se puede decir consiste en un enriquecimiento recíproco. La estructura somática se presenta con una conciencia profunda de la corporeidad y de la sexualidad humana, y esto establece una norma para comprender al hombre en su relación con Dios.



[1] Cfr. Consideraciones, 3.

[2] Cfr. Juan Pablo II, El amor humano en el plan divino. Catequesis sobre la redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio, 2, Fundación Gratis date, Pamplona 2003, 1.

[3] Cfr. Juan Pablo II, El amor humano..., 8.

[4] Cfr. Juan Pablo II, El amor humano..., 8.