Cuando celebramos la Fiesta de la
Anunciación, contemplamos el momento en el que el Arcángel Gabriel anuncia a la
Virgen Santísima la decisión de la Trinidad de convertirla a Ella en morada de
Dios Hijo, hecho que se conoce como “Encarnación”. Solemos ver y contemplar las
hermosas imágenes de artistas católicos que a lo largo de la historia han
recreado la escena. Pero esto es lo que sucede en el exterior: vemos al Arcángel,
vemos a la Virgen Santísima, y nos preguntamos: ¿qué sucede en la realidad espiritual
del hecho de la Encarnación, hecho que no podemos ver con los ojos del cuerpo,
pero sí con los ojos de la fe? Al celebrar la Anunciación del Arcángel Gabriel
a María Santísima que Ella, por ser la “Llena de gracia”, había sido elegida
para ser la Madre de Dios, al dar la Virgen su “Fiat”, su “Sí” a la Voluntad de
Dios, en ese momento, se produce un hecho inédito hasta entonces para la
especie humana, nunca llevado a cabo antes y que nunca se volverá a repetir y
es que se produce, en el seno de María Virgen, por obra del Santo Espíritu de
Dios, una nueva forma, única, celestial, sobrenatural, de concebir: un nuevo espécimen
de la raza humana es concebido, pero sin intervención de varón. Lo que sucede
entonces en la Anunciación y Encarnación del Verbo es que el Hijo de Dios, la
Segunda Persona de la Trinidad, se “hace carne” en el seno purísimo de la
Virgen y cuando decimos “se hace carne”, con esta expresión queremos significar
que el Verbo Eterno del Padre, sin dejar de ser Dios Eterna, toma forma de un
cigoto humano, compuesto, como todo cigoto, por un cuerpo humano del tamaño de
una célula y por un alma humana, el Alma de Jesús de Nazareth. El Verbo de Dios,
inconmensurable, Aquel a Quien los cielos no pueden contener, se vuelve tan
pequeño como pequeño es el tamaño de una célula humana, de un cigoto humano, es
decir, posee el tamaño de una célula, la cual solo puede ser observada a través
del microscopio, pero esa célula ya es Dios Hijo encarnado, Jesús de Nazareth,
con un cuerpo unicelular y con un alma humana, unidos ambos hipostáticamente,
personalmente, a la Persona Segunda de la Trinidad.
Es decir, hasta el momento en el que el
Verbo se encarna, los seres humanos solo eran concebidos por la unión entre el
varón y la mujer; a partir de la Encarnación del Verbo de Dios en el útero de María
Santísima por obra del Espíritu Santo, sin concurso de varón alguno, se produce
una nueva forma de concepción en la especie humana; es concebido un Hombre, un
Varón, Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios; un varón que es varón de la especie
humana y es Dios Hijo del Eterno Padre, concebido por el Amor de Dios, el
Espíritu Santo.
Una vez que el Ángel da a conocer la
Anunciación a María y luego que María pronuncia su “Fiat”, su “Sí”, a la Divina
Voluntad, el Amor de Dios crea un cigoto humano, que, como todos los cigotos,
posee cromosomas y genes propios, como producto de la fusión de los cromosomas
paternos y maternos. El cigoto Jesús de Nazareth, sin embargo, concebido de
forma sobrenatural, sin concurso de varón, posee los genes de la Virgen, es
decir, aquellos aportados por la Madre, y posee también genes masculinos,
aunque en este caso, al no haber sido aportados por varón alguno, fueron
creados de la nada en el momento mismo de la Anunciación y de la Encarnación. Esto
es lo que sucede, a nivel biológico y científico, en el seno de la Virgen y a
esta maravillosa creación de la nada de los genes paternos de Jesús es a lo que
el Ángel Gabriel se refiere cuando dice la expresión: “El Espíritu Santo te
cubrirá con su sombra”. De esta manera la naturaleza humana de Jesús de
Nazareth queda conformada por un cuerpo unicelular, el cigoto, y un alma
humanos, y esta naturaleza humana es unida por la Persona del Verbo a Sí misma,
lo cual se llama “unión hipostática” o “personal” y por esta razón Jesús de
Nazareth no es una persona humana, sino la Persona Divina de Dios Hijo
encarnada -que se hace cigoto, eso queremos decir al decir “encarnada”- en la
naturaleza humana de Jesús de Nazareth.
Es esto entonces lo que sucede en la Anunciación
y en la Encarnación del Verbo: luego del “Fiat” de María, se inaugura, por
primera y única vez en la historia de la humanidad, una forma nueva y
sobrenatural de concepción en la especie humana y es nueva y sobrenatural porque
lo que ha sido concebido en el seno de María Virgen no viene de los hombres
sino del Divino Amor, el Espíritu Santo.
Si en el momento de la Encarnación se
hubiera podido analizar con un microscopio al cigoto Jesús de Nazareth, el
Hombre-Dios, se habría visto lo mismo que se ve en cualquier otro cigoto
humano, pero lo que ningún microscopio puede ver, por más potente que sea, es que
en ese cigoto, cuya alma es el alma humana de Jesús, inhabitaba la Persona
Segunda de la Santísima Trinidad, Dios Hijo.
Es esto entonces lo que sucede, tanto a
nivel biológico-científico, como a nivel espiritual y sobrenatural, en el momento
de la Encarnación y es en lo que debemos meditar cada vez que contemplamos la
representación artística del Anuncio del Arcángel Gabriel a María Santísima:
Dios nos ama de una forma que no podemos comprender ni abarcar y en ese extremo
de su Amor por nosotros, los hombres, para mostrarnos su Amor Infinito y
Eterno, decide ingresar en nuestra historia, en nuestro tiempo y en nuestro
mundo, de manera al menos visible, tal como cualquiera de nosotros vino a este
mundo, con la excepción que hemos nombrado, la ausencia de intervención de
varón. Decide venir a nuestro mundo al menos visiblemente, como viene a este
mundo cualquier ser humano, porque lo que no se ve en ese cigoto, que es su
Cuerpo en estadio unicelular, es su Alma Santísima y su Persona Divina, la
Segunda de la Trinidad.
Otro aspecto que también debemos
considerar al meditar en la Anunciación y Encarnación del Verbo es que a partir
de la Encarnación del Verbo como cigoto, cada cigoto verdadera y totalmente
humano, el cigoto que sí es concebido por el concurso del varón y de la mujer, se
convierte en una imagen viviente del Verbo de Dios encarnado, un Dios que vino
a nuestro mundo como cigoto y por ese solo motivo merece y debe ser tratado
como algo sagrado e inviolable, como dice Su Santidad Juan Pablo II: “La vida
humana es sagrada e inviolable” (cfr. Evangelium vitae 53). A ese
cigoto, imagen del Dios Viviente, que es ya una persona humana con su acto de
ser y cuyo primer derecho humano es el derecho a la vida, es al que nos
comprometemos a defender en su primer derecho, el derecho a vivir. Y así
también defendemos el derecho de Dios, el derecho que Dios como Creador de la
vida humana tiene y es que el cigoto, obra de su Sabiduría y de su Amor
divinos, no solo no sea destruido, sino que viva, primero en esta vida y luego
en la vida eterna.