El avivamiento de la costumbre pagana de los sacrificios.
“Esta situación equivale a un resurgimiento moderno de la práctica pagana antigua” escribió el diácono Keith Fournier en un artículo reciente. “Los bebés no deseados se dejaban en las rocas para ser comidos por las aves de rapiña o tomado por los traficantes de esclavos, una práctica llamada exposición”.
Lea también más abajo un análisis histórico de la evolución del aborto y como se fue elaborando la posición cristiana.
Esa indiferencia cultural brutal llegó a su fin con la aparición de una nueva fe.
“Fueron los cristianos que salvaron [a estos bebés] y transformaron las culturas desde culturas de la muerte a culturas de la vida”, escribió Fournier.
Ahora, el paganismo está resurgiendo, y su ética anti-vida con ella.
LAS EVIDENCIAS DE LA EPIDEMIA
Ese bebé fue encontrado a tiempo y se encuentra ahora en condición estable en un hospital de la ciudad de Jersey, pero la mayoría de las víctimas de la exposición de hoy en día no son tan afortunadas.
Un día después, un trabajador de la basura encontró el cuerpo de un bebé desechado en un vertedero de basura en
Phuket, Tailandia .
“Estos ejemplos contemporáneos sustituyen con un bote de basura o un contenedor de basura a la antigua roca”, escribió Fournier.
SE PROFUNDIZA LA CULTURA DE LA MUERTE
El renacimiento de la cultura de la muerte se ve con mayor claridad, no en la exposición, sino en el aborto, dijo.
“Es el momento de ser brutalmente honesto. Cada aborto provocado mata a un niño a través de la inyección de veneno, la quema en solución salina, el colapso de su cráneo, o la ruptura de sus miembros, y nosotros no oímos hablar de eso”, escribió el diácono Keith Fournier. “Hemos cerrado los ojos a la verdad de lo que está pasando en nuestro mundo”
“Los bebés son tratados como basura” en los centros de aborto en todo el país, dijo.
Trabajadores del aborto han sido capturados en videos encubiertos diciendo a las mujeres que si dan a luz a un bebé antes de su aborto programado, deben
“tirarlo por el inodoro”.
“Estamos matando a nuestros hijos en base al sólo criterio de la conveniencia y de si son queridos. Ese es el verdadero efecto del aborto legal sobre demanda”.
“Tenemos que asumir la tarea de rescatar a todos los bebés en esta hora”, escribió. “No sólo ellos están perdiendo sus vidas, sino que nosotros también estamos perdiendo nuestra alma”.
Si quiere tener una comprensión detallada de la evolución del aborto en la historia y en el cristianiso, no deje de leer lo que sigue:
EL ABORTO EN LA ANTIGÜEDAD PAGANA Y JUDEOCRISTIANA
La moralidad del aborto no fue una cuestión que preocupara a la sociedad pagana, tanto griega como romana, pues su práctica fue amplia y frecuentemente admitida, a pesar de algunas corrientes de pensamiento. Los filósofos y juristas de la Antigüedad se preocuparon más que por la naturaleza del embrión humano, por las consecuencias políticas del infanticidio para la salvaguardia de la ciudad. Los pensadores judíos y cristianos prefirieron, mejor que integrar la problemática filosófica en sus razonamientos teológicos, apoyarse en la enseñanza de la Escritura, reveladora del origen de la naturaleza humana, creada por Dios y que ha recibido de Él su principio de vida, su dignidad de ser humano.
EXPOSICIÓN DE LOS RECIÉN NACIDOS Y ABORTO EN EL MUNDO PAGANO
Está muy atestiguada la costumbre de la exposición de los recién nacidos en la sociedad antigua sin plantear ninguna dificultad en los planos éticos o moral. El Derecho romano otorga al padre de familia la facultad de abandonar a un niño después de su nacimiento por motivos que pueden ser de orden social y económico, por ejemplo, la imposibilidad de asumir su educación, o incluso religiosos cuando se le considera maldito o una amenaza para la paz social. En esta materia de la exposición sólo cuenta el criterio del padre que tiene un derecho soberano de vida y de muerte sobre el niño que va a nacer o que ya ha nacido. Los tribunales reconocen al padre igualmente el derecho de acudir a la justicia y obtener una reparación del perjuicio que pudiera haber sufrido en el caso en que se hubiera destruido la vida del niño, o puesta en peligro, sin su consentimiento. Más allá de las disposiciones específicas de la ley a favor del padre o de la madre abandonada por su marido, merece la pena destacar que el hecho en sí mismo no merece ninguna consideración ética. El problema se plantea sobre todo desde el punto de vista demográfico y social, pues la Ciudad puede perder influencia por los efectos de la disminución de la población.
La práctica del aborto, a pesar del riesgo que suponía para la mujer, estuvo probablemente muy extendida en la Antigüedad pagana. Esta hipótesis concuerda con el uso general de la exposición de los recién nacidos que acabamos de recordar. El feto carece de un estatuto jurídico, a pesar de que algunos códigos, como el de Solón en el siglo IV, recordados y comentados tardíamente por juristas y médicos romanos como Galeno (siglo II), se muestren hostiles al aborto y prohíban la muerte del feto antes de su maduración. Si exceptuamos algunas escuelas de medicina, como la de Hipócrates (hacia el 460-350 a.C.), que en su Juramento prohíbe taxativamente el aborto – “No introduciré en ninguna mujer un pesario abortivo” –, el recurso al aborto no plantea casi ningún problema moral, incluso él mismo anima a imponerlo como obligatorio cuando es útil para el bien superior de la Ciudad, una de cuyas misiones es la de regular las condiciones del matrimonio y la procreación: “En cuanto a los niños que hay que exponer o dejar crecer, que exista una ley que prohíba dejar crecer a ningún niño deforme; […] es necesario fijar un límite de procreación al número de niños; y si a pesar de estas reglas, se concibe algún niño fuera de estas normas, se debe, antes de que tenga sensibilidad y vida, practicar al aborto”.
Lo específico de los riesgos es que las consideraciones políticas sobre el feto arrancan de la reflexión sobre el momento de su animación, es decir, sobre el instante en que el cuerpo recibe el alma humana. Platón (427-348 a.C.) distingue dos partes en el alma: la mortal y la inmortal: “En esta residen el conocimiento y el pensamiento”. El hombre tiene dos orígenes, el humano y el divino, es decir, su cuerpo procede de la naturaleza y su alma del mundo de las ideas. La animación es el resultante de la unión del cuerpo orgánico, producto de la reproducción sexual, y el alma divina caída del cielo en un cuerpo que guarda relación con la vida anterior del sujeto, según el principio platónico de la metempsicosis.
Aristóteles (384-322) se aparta de su maestro y sitúa el problema de la animación en una perspectiva puramente biológica y filosófica. El alma no es una realidad separada del cuerpo, sino que una y otro – materia y forma – son dos facetas distintas de una única sustancia. Según un principio de estricta proporción entre estos elementos, el embrión recibe sucesivamente un alma vegetativa (vegetal), sensitiva (animal) y espiritual (humana). Las consecuencias éticas de esta animación por etapas, con la que nos vamos a encontrar en diferentes épocas, son evidentemente importantes. Por eso en el Estagirita no se modifica la apreciación moral del control de los nacimientos, puesto que el embrión no ha recibido “la vida y la sensibilidad” que se da en diferentes etapas según el sexo del que va a nacer.
En Grecia siempre se consideró al individuo, sea nacido o no, subordinado al bien de la Ciudad. La pequeña extensión de las ciudades obligaba a un severo control de la natalidad para no desestabilizar el equilibrio de sus posibilidades financieras. Ningún derecho, ni siquiera el derecho a la vida, está por encima del interés del Estado. Sin embargo, a contracorriente de las tesis de Platón y Aristóteles pero por motivos semejantes, los estoicos tomaron postura contra el aborto, como un atentado al bien común. No se trataba de defender el carácter personal del embrión, al que por otra parte se le considera como una parte de su madre, sino sobre todo el bien de la Ciudad, pues se considera el aborto como un acto de impiedad contra los dioses.
En Roma, numerosas huellas atestiguan la práctica corriente, pero regulada, del aborto. Plutarco (siglo 1 a.C.), oponiéndose resueltamente al infanticidio, se remite a un relato sobre el fundador de Roma para denunciar la ofensa que se le hace al marido cuando una mujer aborta sin su consentimiento. En este juicio sobre el aborto de lo que se está tratando es de la autoridad del padre (patria potestas) que se ejerce sobre todos los componentes del hogar (mujeres, esclavos, hijos). Esta autoridad se extiende a los recién nacidos y a los fetos. La ley de las doce tablas (hacia el 450 a.C.) autoriza al padre a exponer a las niñas y a los recién nacidos con malformaciones. El mismo código prevé sanciones sociales y políticas para los maridos que ordenan o permiten abortar sin verdadera razón a sus esposas.
Al final de la República (145-130 a.C.), el ambiente político y social está muy debilitado. Divorcios, adulterios y abortos se multiplican hasta la llegada de la época imperial, que supone al principio de una abierta oposición hacia una práctica que está acelerando la disminución de la población y el declive del Estado. Cicerón (106-143), en nombre de la injusticia para con el padre, los derechos de la familia, de la raza humana y del Estado, apela a la pena de muerte para quienes recurran al aborto deliberado. Dos siglos más tarde, los edictos imperiales de Septimio Severo y de Caracalla intentan frenar esta plaga prohibiendo el aborto a las mujeres casadas. Hay que reforzar la familia y los derechos del Estado contra la poderosa autoridad paterna, oponiéndose al celibato, a la contracepción y al infanticidio, favorecido por los progresos de la ginecología.
La condena filosófica del aborto proviene ahora de los estoicos, porque el ser humano debe vivir según la naturaleza y la voluntad divina. En una serie de cinco Discursos sobre el sexo, el matrimonio y la familia, Musonius Rufus, uno de sus representantes, señala los dos fines principales del matrimonio de acuerdo con la naturaleza: crear un lazo de amor entre marido y mujer y transmitir la vida. Es conveniente que se formen familias numerosas y oponerse al infanticidio. Ésta es una ofensa a los dioses y a la naturaleza, pero no al niño, puesto que, para los estoicos, la vida no comienza más que con el nacimiento. El embrión no es por tanto un ser humano, menos aún una persona, sujeto de derechos. Esta idea, como la de toda la Antigüedad pagana en la que la Ciudad es el primer bien que hay que defender, impide reconocer una dignidad intrínseca al niño, incluso después de su nacimiento. Hay que encontrar la expresión y la defensa de esta dignidad en otra tradición que tiene como fuente la Revelación judeocristiana.
EL MUNDO JUDÍO: UNA EXCEPCIÓN EN LA PRÁCTICA GENERALIZADA DEL ABORTO
Fuera del castigo que se impone al hombre que, riñendo con otro, en la pelea causara el aborto a una mujer (Ex 21, 22-23), y la prohibición del sacrificio de los niños: “No darás a tus hijos para sacrificarlos a Moloc ni profanarás el nombre de tu Dios. Yo soy el Señor” (Lev 18, 21), en toda la Escritura no encontramos ninguna condena explícita del aborto ni del infanticidio. Lo que sí aparece es la expresión de un respeto evidente a la vida humana en su comienzo, lo que de hecho excluye el aborto y la exposición de los niños.
Esta misma evidencia atraviesa toda la tradición judía, confirmada en el Talmud, un libro que reúne la opinión de los rabinos a través de los siglos. El Talmud contiene numerosas discusiones a propósito de preservativos y abortos provocados por problemas médicos. Se trata de un conjunto de textos, todos alrededor de la misma idea: los judíos tienen la obligación de llenar la tierra para ser testigos de la presencia divina. La vida humana es santa por estar creada por Dios. El hombre debe, por tanto, respetarla bajo todas sus formas y en todas sus etapas. La común aceptación de estos principios generales no impide que en su comentario y traducción de la Sagrada Escritura se formaran dos grandes corrientes al tratarse del feto y de su muerte: la palestinense y la alejandrina.
La discusión se centra sobre todo en el comentario de Ex 21, 22-23, en el que se habla de una mujer que pierde su feto accidentalmente al verse envuelta en una pelea entre dos hombres. Según la traducción de los Sesenta, influenciada por la cultura griega, se distinguen dos situaciones según el desarrollo del embrión: si el aborto se produce cuando todavía el embrión no tiene forma (ekeikomismenon), el atentado contra la naturaleza no será castigado sino con una pena pecuniaria: el hombre culpable deberá pagar una multa (v.22). Por el contrario, si el feto está ya formado, se le aplicará al culpable la ley del talión – “ojo por ojo, diente por diente” […] vida por vida” –, porque es un ser humano al que se ha asesinado: el culpable deberá ser castigado con la muerte (v.23).
En esa distinción encontramos la persistente huella de las teorías embriológicas de Aristóteles. Numerosos Padres de la Iglesia harán suyas estas teorías, manteniendo la tesis de que el embrión en un primer momento no es un ser humano, sino solamente el término de un cierto grado de desarrollo. El perjuicio afecta, por tanto, al que sufre el feto y no directamente a la mujer. Al judaísmo de Alejandría no le interesa en absoluto, a diferencia de cómo ocurre en el Derecho romano, los derechos del padre, pero sí los del hijo. La reflexión se orienta precisamente a la dimensión moral de un acto que se opone radicalmente a la ley divina de no matar. Se establece una relación entre aborto y su calificación de crimen, algo que ocupará un lugar central en la futura postura cristiana. Se trata de la inmoralidad del acto que consiste en matar a un niño todavía no nacido, y no de las cuestiones legales o técnicas sobre el feto.
Otros documentos como los escritos de Flavio Josefa, un historiador judío contemporáneo de Cristo, la Mishnad (conjunto de textos recopilados en el siglo II d.C.), el Talmud (siglo V), atestiguan las diferentes tradiciones teológicas que se habían reunido en el seno de las escuelas palestinenses al abordar la cuestión del aborto. Estos textos se preguntan sobre el feto, su estatuto religioso y legal, las situaciones accidentales o deliberadas en las que acaba con el feto. Hay que distinguir en el debate dos opiniones, igual que en el mundo pagano, sobre la delicada cuestión del momento de la animación del embrión, pero aquí partiendo de la Escritura, y más concretamente de los dos primeros capítulos del Génesis. ¿En qué momento el embrión recibe el alma humana? ¿En el momento de su concepción, durante su desarrollo o cuando nace? La mayoría de los rabinos piensan que la animación del embrión, sea varón o hembra, ocurre a los cuarenta días de la formación del feto. El problema se extiende a otras cuestiones teológicas como son su inmortalidad, o incluso la impureza de la mujer en un aborto involuntario. En este caso la preocupación es exclusivamente cultual: para que se juzgue el nacimiento como válido, y por tanto seguido de purificación, el feto debe estar lo suficientemente formado.
Una corriente mayoritaria se apoya en la traducción hebrea del Éxodo (21, 22-23), que difiere claramente de la de los Sesenta: “Si dos hombres al reñir caen sobre una mujer encinta y ésta sufre un aborto pero sin más daños, el culpable pagará la indemnización impuesta por el dueño de la mujer […] Pero si hay otro daño tú pagarás vida por vida”. La opinión de Flavio Josefa es que el daño del que aquí se habla no es el del feto, sino el de la mujer, su marido y la sociedad. El feto no es una persona distinta de la madre, sino una parte de su cuerpo. Por eso se permiten algunos abortos o incluso se les considera obligatorios cuando al vida de la madre corre peligro, a no ser que esté ya fuera del seno materno la mitad del cuerpo o la cabeza (Oholoth 7,6). Desde el momento en que el feto no tiene existencia legal como ser vivo independiente, carece de derechos: “Un niño de un día hereda y transmite […] pero no un embrión”, dice el Talmud de Babilonia (Hullin 58ª).
Por el contrario, a contracorriente de la cultura helenistica de la que los judíos de Palestina son conscientes que se separan en este punto, al condena del aborto es absolutamente clara al prohibir la interrupción deliberada del embarazo sin motivos graves: “La ley ordena criar a todo niño y prohíbe abortar a las mujeres […]; a una mujer que aborta se le considera como infanticida, porque destruye un alma y no acrecienta el pueblo”, afirma Flavio Josefa. Los dos argumentos, como antes se dijo, son el reconocimiento de la obra del Creador en el embrión, es decir, la actividad de la presencia divina, y la propagación numérica del pueblo judío que no puede ser amputada de ninguno de sus futuros miembros. Se trata de una reprobación moral que no por eso otorga estatuto jurídico alguno al embrión.
Una escuela minoritaria, siempre en Palestina, pero más próxima a la postura alejandrina, encara la cuestión de manera diferente. Incluso admitiendo el aborto por razones terapéuticas, según ella, el feto es legalmente una persona a la que es necesario reconocer derechos jurídicos. El que todavía no ha nacido posee una vida espiritual, la razón y la facultad de alabar a Dios. Un feto que muere en el seno de su madre es una persona muerta, de manera que vuelve impura a su madre como también la casa en la que fue concebido y en la que ha muerto (Yebamoth 7,4). Así interpretan el versículo del Génesis 9,6: “Otro hombre derramará la sangre [que está en el interior del hombre] de quien derrama sangre humana”. Por la expresión “en el interior del hombre” hay que entender al feto en el seno de su madre, concebido como una persona. Quien mate al feto, si no es judío, debe sufrir la pena de muerte.
Los judíos no se plantearon realmente el problema del aborto más que cuando entraron en contacto más estrecho con el mundo pagano. La Biblia no plantea, por decirlo así, la cuestión. Esta práctica, tanto la tradición alejandrina como la palestinense, la consideran abominable, pues va contra el respeto debido a la vida que Dios da. La opinión sobre el estatuto legal del feto no es, sin embargo, uniforme, pues depende de los ambientes culturales con los que las escuelas conviven. Unas se fijan en el daño que sufre el feto en función de su grado de desarrollo, las otras se interesan por el perjuicio a la madre y a la sociedad. La discusión versa sobre el aborto accidental o terapéutico, pero no sobre la posibilidad de un aborto deliberado, a no ser en caso de peligro para la madre. Siempre establecen la distinción entre aborto accidental y aborto terapéutico. Aun con esta diversidad de percepción, en el judaísmo se tiende a la severidad del castigo en el aborto accidental. El gran respeto de los judíos por la vida del niño, signo de la bendición de Dios, incluso del no nacido, es una herencia que la teología de los primeros siglos cristianos va a asumir ampliamente.
EL TESTIMONIO DEL CRISTIANISMO PRIMITIVO: LOS PADRES APOSTÓLICOS
Igual que ocurre en el Antiguo Testamento, los Evangelios o las Cartas tampoco abordan directamente la cuestión moral del aborto, o, en términos más técnicos, del estatuto del embrión humano. La actitud de acogida al niño no es sin embargo ajena a la enseñanza de Cristo. Disposiciones del corazón, como las de los niños, se proponen a los discípulos como el camino ejemplar para entrar en el reino de los cielos (Mt 19,14). En la herencia bíblica y filosófica se encuentran los fermentos del debate patrístico, los argumentos de los que se va a alimentar la importante reflexión teológica sobre el origen del alma, el momento de la animación, o incluso la transmisión del pecado original.
Del examen de los textos bíblicos se deducen algunas ideas sustanciosas. En primer lugar, un elemento de antropología sobre el que los Padres de la Iglesia fundamentan su concepción del hombre: el ser humano ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gen 1,26-27). El segundo relato de la creación nos dice, de forma metafórica, el modo como el Señor, tras haber formado el cuerpo del hombre, introduce en él un soplo de vida: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gen 2,7). Numerosos pasajes de los libros proféticos insisten, en segundo lugar, en lo temprano de la llamada de Dios a los hombres que él ha escogido: “Desde el seno de su madre” (Is 44,2; Jer 1,5). Cuando aún no son más que unos embriones; Dios los ha elegido profetas suyos, lo que significa que son seres habitados, aun antes de su nacimiento, por un alma espiritual propiamente humana. los Libros de la Sabiduría son testimonio de un Dios creador, que forma los cuerpos humanos como el artista su obra: “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre […] Tus ojos veían mi embrión” (Sal 138, 13), de un Dios que crea las almas y las infunde en el hombre (2 Mac 7, 22-23; Sab 15-11). Según esta perspectiva, claramente heredada de esta literatura profética y sapiencial, nos encontramos en el evangelista Lucas la manifestación precoz de Juan bautista. Por eso el Precursor reacciona, desde el seno materno, ante la presencia del Salvador en la visita que la Virgen María, encinta de Jesús, hace a su prima Isabel: “Porque en cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno” (Lc 1, 44).
Estos elementos de la Escritura preceden y encuadran la reflexión de los Padres de la Iglesia y el rechazo del aborto en las comunidades cristianas primitivas, enfrentadas a las prácticas del mundo pagano. La condena de la exposición de los recién nacidos arrojados a las fieras salvajes o el aborto, aparece manifestada claramente en los primeros grandes textos de la literatura cristiana. Los Padres apostólicos, es decir, la primera generación de obispos y teólogos que habían escuchado directamente la predicación de los apóstoles, toman posición en el nivel ético frente a usos que juzgan, con toda evidencia, contrarios al deber cristiano del respeto a la vida, especialmente en su forma más vulnerable, en sus comienzos.
La Didajé o Doctrina de los doce apóstoles es un texto fundamental para conocer los primeros tiempos de la vida de la Iglesia. Esta obra de doctrinas morales y de prescripciones eclesiales data del siglo I. De forma un tanto incoherente, organiza la vida litúrgica y disciplinar de la Iglesia naciente. La doctrina de las “dos vías”, que obliga a escoger entre la vía de la vida y la de la muerte (Dt 30, 15-20), sustenta la reflexión moral por la que se condena el aborto bajo dos aspectos: “No matarás con veneno; no matarás de ninguna manera a los niños abortando, o después de su nacimiento” (Didaje 2,2). Se rechaza así directamente la doble práctica pagana del aborto y de la exposición de los recién nacidos por el siguiente motivo: “Ignoran la obra del Creador; asesinos de niños hacen abortar la obra de Dios, rechazando el indigente y acabando con el oprimido” (Didajé 5, 2). Los asesinos de niños, al destruir la obra de Dios, caminan por tanto por la vía de la muerte. Olvidan su condición de criaturas y se convierten en dueños de la vida y de la muerte de otros. En esto radica el mal del que habla la Didajé: el aborto es la manifestación de la sublevación del hombre contra el reinado de Dios sobre su creación. El Dios que da la vida es el único que puede quitarla.
La misma enseñanza, con parecida formulación, recoge la Carta de Bernabé de principios del siglo II: “No harás morir al niño en el seno de su madre; no le harás morir al nacer” (19,5). El texto va dirigido a todos los que participan en un aborto: los miembros de la familia, los médicos y las comadronas, a todos “los que no reconociendo a su Creador matan a los niños; por el aborto hacen perecer a las criaturas de Dios” (20,2). Los mismo afirman otros Padres apostólicos, como San Ignacio de Antioquia cuando, camino de su martirio, alienta a las comunidades que ha dejado, o el autor de la Carta a Diogneto, al exhortar con toda energía a los cristianos a no conformarse con las costumbres paganas, a no abandonar a los niños, a respetar incondicionalmente la vida que Dios da y el orden de la creación. Aún no se plantea la cuestión del estatuto y el provenir de los embriones abortados.
LOS PADRES APOLOGISTAS (SIGLOS II Y III)
En cuanto las primeras comunidades cristianas toman claramente postura contra la inmoralidad de algunas costumbres paganas, se ven obligadas a defenderse de las graves críticas que se les dirigen. Los Padres apologistas tienen así que responder a las acusaciones de canibalismo, incesto y ateísmo de las que las autoridades romanas les acusan. Fundándose en el respeto debido a la vida del feto, Atenágoras refuta, hacia el año 177, el rumor que nace de la incomprensión de la eucaristía y según el cual los cristianos practicarían el asesinato ritual y el canibalismo. ¿Si se excluye totalmente el aborto de un embrión en gestación, cómo iba a ser moral matar a un niño ya nacido? “Para nosotros – dice el apologista griego – , quienes recurren a medios abortivos cometen un asesinato del que tendrán que responder ante Dios. ¿Cómo entonces íbamos a cometer nosotros mismos estos crímenes? No puede considerarse a la vez al feto como un ser vivo del que Dios cuida y matarlo una vez que ha visto la luz del día”. Tres elementos fundamentan la postura cristiana frente al niño que va a nacer: la consideración del aborto como un asesinato, el culpable o el cómplice tendrá que rendir cuentas a Dios, el feto es un ser vivo del que Dios se cuida.
La defensa del cristianismo encuentra en Tertuliano (hacia el 160 – 225) una primera figura, el teólogo latino más destacado antes de San Agustín. En su tratado de apologética, Tertuliano se centra en al defensa de las prácticas cristianas cultuales y morales. Él pone las bases fundamentales de la reflexión filosófica y teológica fundamental sobre el estatuto y la naturaleza del embrión humano. Tertuliano considera al feto como un ser humano total, una persona en desarrollo, y no simplemente como una parte de su madre aunque depende a de ella para vivir y crecer. El fundamento de la postura cristiana que prohíbe el aborto, incluso el terapéutico, proviene directamente del mandamiento divino que ordena no matar, respetar toda vida humana: “No matarás” (Éx 20, 13).
Frente a la postura estóica para la que la vida comienza con el nacimiento, Tertuliano afirma que impedir el nacimiento de un niño no es otra cosa que un asesinato “más rápido”. En este mismo tratado De anima, de manera conmovedora, el teólogo recurre no a los filósofos o a la ley romana para definir el embrión, sino al testimonio de las madres:
“En esta materia, dice, el mejor enseñante, juez testigo es el sexo al que afecta directamente el nacimiento. Recurro a ti, madre que estás encinta o que ya has tenido hijos; ¡que se callen las mujeres estériles y los hombres!; queremos conocer la verdad de la naturaleza de la mujer; examinamos la realidad de tales dolores. Dinos, ¿es que no sientes ningún movimiento de vida en el feto? ¿Es que no tiemblan tus entrañas, es que no se mueve tu costado, tu vientre no palpita cuando la masa que tú llevas cambia de postura? ¿Es que estos movimientos no son una fuente de alegría y de seguridad de que l niño en tu interior está vivo y goza de buena salud? ¿Y si disminuye su actividad, no te llenas inmediatamente de inquietud?”
Junto a este reconocimiento práctico y muy concreto de la humanidad del feto, Tertuliano se interesa por cuestiones más especulativas respecto a la animación del embrión, particularmente en cuanto al origen del alma y al modo de cómo ésta “se apodera” del embrión. Elabora para ello la tesis, no aceptada por la Iglesia, del “traduccionismo corporalista”. Según Tertuliano, el alma humana es un cuerpo que transmiten los vectores sexuales. Está, por tanto, presente en el embrión desde su concepción. El trasfondo teológico del que depende esta tesis no aceptada está dirigido a alejar a Dios de toda responsabilidad en la transmisión del pecado original, que pasaría, por consiguiente, de generación en generación, a través del engendramiento de los cuerpos animados. Dios no intervendría en la creación del alma, que pasa así a ser un principio material fuera del obrar divino. Ese principio se transmite, lo mismo que el cuerpo, en el acto de la procreación. La animación inmediata del embrión hace de él, sin embargo, un ser humano absolutamente digno de todo respeto.
La condena del aborto se refuerza con la amenaza de un castigo divino para quienes hayan destruido al hijo en su seno. Algunos escritos apócrifos, textos tardíos atribuidos a los apóstoles y no incluidos en el canon de las Escrituras, estigmatizan a estas mujeres que “serán engullidas hasta el cuello y condenadas a un terrible castigo. Son las que abortan y destruyen la obra que el Señor había formado. Frente a ellas, habrá un lugar donde se sentarán sus hijos, a los que impidieron vivir”. La supuesta atribución a autores apostólicos añade influencia a estas cartas. El castigo del que se habla es el de la condenación eterna.
LA ELABORACIÓN DE LA DISCIPLINA CRISTIANA RESPECTO AL ABORTO
A mediados del siglo III, tanto en las Iglesias de Occidente como en las de Oriente, se califica, con toda claridad, el infanticidio y el aborto como formas de homicidio. No desentona Clemente de Alejandría (hacia el 150-215) cuando afirma en “El pedagogo” que “las mujeres que recurren al aborto matan en ellas no solamente al embrión sino también todo sentimiento humano” (II, 96). La práctica del aborto no parece que, bajo la influencia del mundo pagano, esté ausente de las comunidades cristianas, puesto que las homilías de Orígenes, de Hipólito Romano o de Cipriano de Cartago ponen en guardia seriamente contra aquellos “falsos cristianos” que recurren al aborto. Se plantea la cuestión disciplinaria para quienes han cometido este crimen o han colaborado en él. Los teólogos más importantes alzan su voz reclamando penas severísimas, porque además es necesario alertar a la comunidad cristiana y preservarla de las costumbres paganas que puedan contaminarla.
En el primer Concilio de Elvira, en España (hacia 306) se condena, pro primera vez de forma oficial den la Iglesia, a los cristianos que recurren al aborto. En él se prescriben las penas para castigar los pecados más graves que van desde unos años de penitencia a la exclusión definitiva de la comunión eclesial. El canon 63 decreta: “Si una mujer está encinta y, tras haber cometido adulterio en el ausencia de su marido, intenta destruir al niño, es conveniente apartarla de la comunión hasta su muerte, porque ha cometido un doble crimen”. Esta pena, de enorme gravedad, castiga el adulterio y el infanticidio. El castigo afecta sólo a la mujer y no a quienes eventualmente han ordenado o colaborado en el acto. En el 314, el Concilio de Ancira, reunido en Asia Menor, sin cambiar para nada la gravedad del juicio moral sobre el aborto, ablanda la sanción penal y la reemplaza por diez años de penitencia (canon 21), pero extiende la pena también a las mujeres que solamente lo hayan intentado. Dos aspectos están ausentes de la reflexión conciliar: la Iglesia no distingue entre feto formado o no formado; y no hace responsables a quienes eventualmente obligan a la mujer a abortar o a quienes participan en la ejecución del acto.
Algunos teólogos, como el capadocio San Basilio de Cesarea (hacia el 330-380), acompañan la sanción canónica con una argumentación moral cuyo centro es el valor sagrado de toda vida humana. El aborto es un crimen además de un pecado; quienes colaboran se convierten en cómplices. A pesar de eso, la gracia de Dios puede suscitar en el corazón del pecador un arrepentimiento sincero que le abra al perdón. Por eso no debe considerarse el aborto como un pecado imperdonable. En Occidente, San Ambrosio de Milán, en su catequesis sobre la creación, condena a “las mujeres de toda especie” que no alimentan a sus propios hijos o los abandonan. Estigmatiza a las ricas que practican el aborto “para no dividir su herencia entre muchos, [y así] rechazan la progenitura presente ya en el seno materno. Al utilizar pócimas criminales, expulsan el fruto de sus entrañas […] De esta forma se les quita la vida incluso antes de habérsela dado” San Ambrosio de Milán. San Jerónimo (342-420) reitera el rechazo moral de las prácticas abortivas a las que, con frecuencia, se añaden otros pecados como el adulterio y el “suicidio” cuando la madre muere (cf. Carta 22, 13). Reintroduce también la distinción entre feto formado y no formado, y concede solamente el estatuto de persona al embrión en un cierto estadio de desarrollo.
Entre los Padres de la Iglesia será la postura de San Agustín en su reflexión moral sobre el aborto la que perdurará por más tiempo en Occidente. Esta postura hay que inscribirla en el polémico contexto de los grandes debates sobre el origen de la vida, la transmisión del pecado original y la resurrección de los muertos. El obispo de Hipona se pregunta: ¿Prexiste el alma? ¿Proviene de los padres lo mismo que el cuerpo, y por tanto, cargada con el pecado original? ¿Está creada y la infunde Dios en el momento de la concepción, o se infunde en un instante concreto del desarrollo fetal? ¿Qué ocurre con los embriones humanos abortados? ¿Participan de la resurrección de los muertos, dogma proclamado en Nicea? A estas cuestiones, múltiples y complejas, Agustín da diferentes respuestas, pero el teólogo sigue manteniendo la antigua distinción entre feto formado y no formado y las consecuencias morales que de ello se deducen. La destrucción del feto formado es un asesinato, mientras que la del feto no formado, aunque inmoral y merecedora de castigo, no lo es. La utilización de drogas anticonceptivas y esterilizantes le merecen la misma condena que la de las sustancias abortivas:
“A veces la lúbrica crueldad, […] recurre a medios extravagantes como la bebida de pócimas para garantizar la esterilidad; o más todavía, si esto falla, se recurre a otros métodos antes del nacimiento para destruir el fruto de la concepción de tal manera que se condena al germen a morir antes de recibir la vida; y si la vida está avanzada en el interior del útero, se la destruye antes de que nazca”.
Contracepción, esterilización y aborto tienen en común el oponerse a los fines de la sexualidad y del matrimonio.
Más allá de distinciones biológicas y de hipótesis teológicas, la convicción profunda de Agustín, como la de los Padres de la Iglesia, es que toda vida humana es “obra propia de Dios” y que a él retorna tras la muerte. Al hablar de la creación de cada hombre, “a imagen y semejanza de Dios”, los Padres ponen los fundamentos de una antropología cuyo centro es la afirmación de una igualdad ontológica entre todos los seres humanos. Dado que la inteligencia es incapaz de descubrir en qué momento preciso el feto recibe el alma humana, San Agustín vuelve a centrar su atención en el problema moral, e insiste, sobre todo, en el valor de toda la vida, actual o potencial, y orienta su reflexión, fundamentalmente, hacia una teología de los fines últimos que apunta directamente al dogma de la resurrección de los cuerpos.
CRISTIANISMO Y ABORTO
La doctrina actual de la Iglesia católica declara que el embrión es una persona desde el momento de la concepción. Por tal motivo, esta institución considera que el aborto es un asesinato. Incluso lo califica como el peor crimen, ya que considera que el embrión es el más débil de todos los seres humanos. Debido a esto, se encuentra entre los principales partidarios de la penalización del aborto.
En el Antiguo Testamento la vida no es el valor supremo por ejemplo para Abraham e Isaac. Dios manda a Abraham matar a su único hijo. La fe o la creencia en Dios es, en este caso, más valiosa que la vida. Los padres de la Iglesia se dividieron en dos corrientes de opinión:
• Los partidarios de la ‘animación’ inmediata (desde el momento de la concepción), que consideraban el origen del alma humana por una preexistencia anterior a su unión con el cuerpo (platonismo cristiano) o por una derivación del alma de los padres (traducianismo)
• Los partidarios de la ‘animación’ mediata o retardada (después de un cierto tiempo), que aceptaban que las almas son creadas por Dios (creacionismo).
La tesis creacionista fue la que se impuso y la que pasó a ser oficial y en consecuencia la tesis de la animación retardada fue la opinión mantenida de forma generalizada durante la Edad Media, determinando que el alma racional aparecía en el varón a los 40 días y en la mujer a los 80.
Al margen de estas corrientes de opinión, lo que es seguro es que en los escritos patrísticos hay un rotundo rechazo al aborto.
ESCRITOS DONDE SE MENCIONA EL ABORTO
La Didajé, que pudo haber sido escrita incluso en el siglo I, es quizás el primer testimonio patrístico en el que se introduce dicha condena:
«He aquí el segundo precepto de la Doctrina: No matarás; no cometerás adulterio; no prostituirás a los niños, ni los inducirás al vicio; no robarás; no te entregarás a la magia, ni a la brujería; no harás abortar a la criatura engendrada en la orgía, y después de nacida no la harás morir» (Didajé II).
En la Epístola de Bernabé, escrita en la tercera década del siglo II, se llama hijo al feto que está en el vientre de la madre, se prohíbe expresamente el aborto y se le equipara al asesinato:
«No vacilarás sobre si será o no será. No tomes en vano el nombre de Dios. Amarás a tu prójimo más que a tu propia vida. No matarás a tu hijo en el seno de la madre ni, una vez nacido, le quitarás la vida. No levantes tu mano de tu hijo o de tu hija, sino que, desde su juventud, les enseñarás el temor del Señor» (Ep Bernabé XIX, 5).
«Perseguidores de los buenos, aborrecedores de la verdad, amadores de la mentira, desconocedores de la recompensa de la justicia, que no se adhieren al bien ni al juicio justo, que no atienden a la viuda y al huérfano, que valen no para el temor de Dios, si no para el mal, de quienes está lejos y remota la mansedumbre y la paciencia, que aman la vanidad, que persiguen la recompensa, que no se compadecen del menesteroso, que no sufren con el atribulado, prontos a la maledicencia, desconocedores de Aquel que los creó, matadores de sus hijos por el aborto, destructores de la obra de Dios, que echan de sí al necesitado, que sobreatribulan al atribulado, abogados de los ricos, jueces inicuos de los pobres, pecadores en todo» (Ep Bernabé XX, 2).
El primer apologista latino Minucio Félix, llama parricidio al aborto en su obra Octavius de finales del siglo II:
«Hay algunas mujeres que, bebiendo preparados médicos, extinguen los cimientos del hombre futuro en sus propias entrañas, y de esa forma cometen parricidio antes de parirlo» (Octavius XXXIII).
El apologeta cristiano Atenágoras es igualmente tajante en su consideración sobre el aborto cuando escribió al Emperador Marco Aurelio:
«Decimos a las mujeres que utilizan medicamentos para provocar un aborto que están cometiendo un asesinato, y que tendrán que dar cuentas a Dios por el aborto… contemplamos al feto que está en el vientre como un ser creado, y por lo tanto como un objeto al cuidado de Dios… y no abandonamos a los niños, porque los que los exponen son culpables de asesinar niños» (Atenágoras, En defensa de los cristianos, XXXV).
Los testimonios se multiplican por doquier. Así leemos en la Epístola a Diogneto que los cristianos:
«… se casan como todos los demás hombres y engendran hijos; pero no se desembarazan de su descendencia (fetos)» (Ep a Diogneto V, 6).
Tertuliano condena el aborto como homicidio y reconoce la identidad humana del no nacido:
«Es un homicidio anticipado impedir el nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será» (Apologeticum IX, 8).
Ya en el siglo IV San Basilio va incluso más allá al llamar asesinos no sólo a la mujer que aborta sino a quienes proporcionan lo necesario para abortar, lo cual sería perfectamente aplicable a quienes fabrican o prescriben la píldora abortiva:
«Las mujeres que proporcionan medicinas para causar el aborto así como las que toman las pociones para destruir a los niños no nacidos, son asesinas» (San Basilio, ep 188, VIII).
San Jerónimo trata la situación de la mujer que muere mientras procura abortar a su criatura:
«Algunas, al darse cuenta de que han quedado embarazadas por su pecado, toman medicinas para procurar el aborto, y cuando (como ocurre a menudo) mueren a la vez que su retoño, entran en el bajo mundo cargadas no sólo con la culpa de adulterio contra Cristo sino también con la del suicidio y del asesinato de niños» (San Jerónimo, Carta a Eustoquio).
Quizás el texto más dramático en relación al aborto sea un párrafo que aparece en el libro apócrifo conocido como Apocalipsis de Pedro. El libro seguramente es de origen gnóstico, lo cual supone que no debemos considerarlo del mismo valor que las citas anteriores, pero este pequeño párrafo muestra hasta qué punto la condena del aborto estaba presente incluso entre los heterodoxos de los primeros siglos:
«Muy cerca de allí vi otro lugar angosto, donde iban a parar el desagüe y la hediondez de los que allí sufrían tormento, y se formaba allí como un lago. Y allí había mujeres sentadas, sumergidas en aquel albañal hasta la garganta; y frente a ellas, sentados y llorando, muchos niños que habían nacido antes de tiempo; y de ellos salían unos rayos como de fuego que herían los ojos de las mujeres; éstas eran las que habían concebido fuera del matrimonio y se habían procurado aborto» (Ap. Pedro 26).
CONSIDERACIONES SOBRE EL ABORTO DESDE EL SENO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La teología postridentina mantuvo en parte la tesis de la animación retardada. Pero de hecho la moral casuística tendió a solucionar los problemas morales desde la aceptación práctica de la animación inmediata. En la teología se utilizaban dos categorías:
• La animación, entendida como infusión del alma creada por Dios, en el cuerpo humano. Se aceptó esta tesis aristotélica de la sucesión progresiva de almas (sensitiva, animal, racional).
• La formación, entendida como la conformación suficiente del feto para recibir la animación. Llevó a afirmaciones de carácter ideológico como 40 días para el feto varón y 80 días para el feto mujer.
Santo Tomás de Aquino creía que al feto se le infundía el alma después de la concepción sobre el tercer o cuarto mes, los filósofos católicos medievales, aceptaron el aborto que se efectuaba antes de esos meses. No existió ni seguridad ni unanimidad. Lo que sí prevaleció fue la distinción, introducida al traducir al griego el texto del Éxodo 21:22-23, entre feto formado (animado) y no formado (no animado). El atentado contra el feto formado se considera éticamente un homicidio y está sometido a las penas canónicas, mientras que el atentado contra el feto no formado no alcanza la valoración ética de homicidio y está libre de las penas canónicas. Esta distinción desapareció con la Constitución Apostolicae Sedis de Pío IX en 1869.
El papa León XIII, en 1800 declaró en una serie de decretos papales que la destrucción del feto es un pecado mortal. La Iglesia censura el aborto justificado por la necesidad en el que existe conflicto con la vida o salud de la madre sobre todo después de la Encíclica de Pío XI (31 de diciembre de 1930, Casti Connubii). La teología católica actual ya no habla de ‘animación’ o de ‘infusión del alma’. Prefiere el término y la categoría de hominización con lo que se supera un tipo de planteamiento condicionado por la preocupación de hacer coincidir la aparición del sujeto personal con la ‘creación del alma por Dios’. El Magisterio eclesiástico católico actual afirma que la vida humana debe ser respetada con todas las exigencias éticas de ser personal desde la fecundación. Así lo expresó el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et Spes:
La vida humana desde su concepción ha de ser salvaguardada con máximo cuidado. (N.51.)
Y ésta es la doctrina que han repetido en múltiples ocasiones los últimos Papas (desde Pío XII), así como todas las conferencias episcopales católicas. Se apoya en los datos biológicos para apoyar la tesis de la condición plenamente humana de la vida desde la fecundación:
La ciencia genética aporta preciosas confirmaciones. Ella ha demostrado que desde el primer instante queda fijado el programa de lo que será este ser viviente; a saber, un hombre y un individuo, provisto ya con todas sus notas propias y características. Con la fecundación ha comenzado la maravillosa aventura humana cada una de cuyas grandes capacidades exige tiempo para ponerse a punto y estar en condiciones de actuar. (Declaración, N.13).
Pero a la ciencia no se le concede capacidad para determinar el estatus humano del embrión y se desconecta la afirmación moral de valor de la vida humana desde la fecundación de la cuestión antropológica sobre estatus: deja intencionadamente a un lado la cuestión del momento de la infusión del alma espiritual. Ninguno de los teólogos católicos admite como criterio el ‘derecho de la gestante’. Todos consideran que la condición antropológica no le viene a la vida embrionaria desde fuera sino desde su propio significado. No conceden importancia al hecho del nacimiento, ni a la viabilidad, ni a la configuración de órganos, ni a la aparición de la corteza cerebral. Dentro de esta opinión se sitúan algunos teólogos protestantes.
Aunque el magisterio católico es claro, hay también un grupo de teólogos que se dicen católicos pero son contrarios al mismo (Ch.E. Curran, R.A. McCormick, E. Chiavacci, F. Böckle, J. Fuchs, etc.) y que reservan la condición de estatus plenamente humano a la vida después de la implantación en el útero. Además, el derecho de la Iglesia tipifica el aborto como delito castigado con la excomunión automática o latae sententiae.