Alrededor de veinte años en coma. El polaco Jan Grzebski (en la imagen) ocupa un lugar destacado en los medios de comunicación de todo el mundo. Por un hecho extraordinario: despertó de su larga ausencia física, que no espiritual.
Sufrió un gravísimo accidente laboral y cayó en un profundo coma. Pero recuperó la conciencia por completo. Afirma que “durante estos años fui consciente de todo lo que pasaba a mi alrededor, aunque no podía moverme ni hablar”. Su mujer nunca lo abandonó. Su profunda fe en Dios le hacía confiar en un milagro; que su marido y padre de sus hijos, volviera a la vida. Ella nunca perdió la esperanza en Dios. Y se opuso rotundamente a la aplicación de la eutanasia. Para que Jan no sufriera le aconsejaban. “No lo acepto porque tengo fe y creo que mi marido sanará”.
Gran confusión para todos los eruditos que, cegados por su soberbia, creen estar en posesión de la verdad, del bien y del mal, de los destinos del ser humano. Jan afirmó que “le debe la vida a mi mujer, por la que profesaré un profundo agradecimiento el resto de toda mi vida”. Oía las conversaciones de los médicos y sus comentarios de que no sobreviviría. Y él lo único que quería era vivir. Deseaba ardientemente existir y los médicos planificaban su eliminación. Escuchaba todas las conversaciones de los facultativos. Jan estaba vivo y era consciente de todo lo que sucedía a su alrededor.
No es lícito matar a un ser humano para no verle sufrir o no hacerle sufrir. Nadie puede autorizar la muerte de un ser trascendental, aunque sea un enfermo incurable, agonizante o en estado de coma profundo. Los cuidados paliativos son el remedio para estas situaciones dolorosas.
La inducción a la eutanasia, atrapar a la muerte, de modo adelantado poniendo fin a la propia existencia, es perverso. Nos topamos con la cultura de la muerte que triunfa en las sociedades opulentas.
Vienen a mi mente las palabras de Juan Pablo II: “Confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana”.
Clemente Ferrer
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