El cigoto, es decir, el ovocito fecundado por un espermatozoide, es ya una persona humana, con un acto de ser, con un cuerpo y con un alma, y por lo tanto, su primer derecho humano es el derecho a vivir

jueves, 24 de marzo de 2011

El Hombre-Dios fue un cigoto humano


“El Ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo”. La vida humana no solo es valiosa porque es una creación de Dios: es valiosa porque, además, ha sido enaltecida y ennoblecida por el hecho de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno virgen de María.

El hecho de que el ángel Gabriel anunciara a la Virgen María que el Hijo de Dios iba a encarnarse en su seno, no significa solo el movimiento descendente de la naturaleza divina, en el abajamiento o humillación del Hijo de Dios, que asume una naturaleza inferior –sin dejar de ser Dios- y, además, bajo las consecuencias del pecado original, sino que supone un movimiento inverso, ascendente, el de la naturaleza humana que, al contacto con la divinidad, con la hipóstasis de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se ve elevada a una altura superior a la de los mismos ángeles.

En Cristo, la naturaleza humana, asumida por Él, es santificada y glorificada desde el primer instante de la concepción y de la encarnación, en un movimiento inesperado para los ángeles y también para los mismos hombres.

Con la Encarnación de la Palabra de Dios en el seno virgen de María, la naturaleza humana queda dignificada infinitamente desde el primerísimo momento de sus estadios biológicos, es decir, desde el estadio de cigoto unicelular, y por supuesto, desde ahí, hasta el fin del ciclo vital biológico.

La Encarnación supone que el Verbo de Dios no solo crea un alma, y un cigoto unicelular -un cigoto ya fecundado, pero sin la intervención del hombre-, sino que comienza a inhabitar en él, lo cual es un prodigioso que rebasa toda capacidad de imaginación y de asombro, de parte de los ángeles y de los hombres.

Ya un cigoto humano, es decir, un óvulo fecundado por un espermatozoide, considerado aisladamente en su realidad biológica, en su realidad de ser él mismo ya un espécimen de la naturaleza humana, es un prodigio maravilloso que refleja la sabiduría y el amor infinitos de Dios asombrosamente sabio y amoroso. Pero a partir de la Encarnación de la Palabra, del Hijo de Dios, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el prodigio alcanza cotas de sublimidad imposibles de ser expresados -y siquiera de ser concebidos- por la mente humana o angelical, porque ese cigoto unicelular, ese cigoto que ya contiene una vida humana, un ser humano, comienza a ser inhabitado por una Persona divina, la Segunda de la Santísima Trinidad.

Esto quiere decir que el Dios de inmensa majestad, el Dios creador del universo, de todas las galaxias y todos los planetas y los soles existentes; el Dios creador de cielo y tierra; el Dios creador de los Ángeles, Arcángeles, Serafines y Querubines; el Dios ante quien palidece la hermosura de los cielos, y ante quien los ángeles se postran en adoración; el Dios a quien los cielos no pueden contener, tan grande es su grandeza, se vuelve tan pequeño, tan pero tan pequeño, sin dejar de ser el Dios inmenso, que comienza a inhabitar en Persona en un cigoto unicelular, ennobleciendo y santificando la naturalaza humana, por este contacto, como no habría de ser ennoblecida y santificada la naturaleza angélica, ya que introduce a la naturaleza humana en el seno mismo de la Trinidad.

Ante el asombro de los ángeles, el Hombre-Dios inicia su vida terrena desde el estadio de cigoto humano.

“El Ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo”. El rezo del Angelus, que en un solo renglón sintetiza el misterio de la Encarnación, revela no solo el anonadamiento del Hijo de Dios, el entrar en un cigoto unicelular, sino el ensalzamiento de ese cigoto, y en él, de toda la humanidad, a las alturas inaccesibles del seno mismo de la Trinidad, en donde ese cigoto es glorificado y ungido con el don del Espíritu Santo, porque al ser la naturaleza humana de Dios Hijo, tanto Él como el Padre, espiran el Amor mutuo que abrasa el Corazón único de Dios, el Espíritu Santo. En la Encarnación, el cigoto humano, asumido por el Verbo de Dios, es envuelto en las llamas del Amor divino, y es glorificado y santificado con la gloria y la santidad misma de Dios Uno y Trino.

Sólo Amor y Misericordia expresa Dios Padre al enviar a su Hijo a inhabitar un cigoto humano, para soplar sobre él el Espíritu Santo.

En contraste, los hombres inventan todo género de maldades, para arrancar de sus entrañas este prodigio celestial: la píldora del día después, el aborto en cualquiera de sus variantes.

El misterio de la Encarnación, a la par que pone de manifiesto el Amor divino, que ha querido inhabitar en un cigoto humano, pone de manifiesto el misterio de iniquidad que anida, como negra serpiente, en el corazón humano, que busca destruir al cigoto, al feto, al embrión, al bebé.

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