Teología y vida
versión impresa ISSN 0049-3449versión On-line ISSN 0717-6295
Teol. vida vol.62 no.1 Santiago mar. 2021
http://dx.doi.org/10.4067/S0049-34492021000100059
ESTUDIO
El debate intracatólico sobre la muerte encefálica Estado actual y posibilidades para el desarrollo doctrinal
1Facultad de Teología Pontificia Universidad Católica de Chile cborgono@uc.cl
El artículo presenta el estado actual del debate intracatólico sobre la validez del criterio neurológico o muerte encefálica para determinar la muerte del individuo humano. Después de repasar las principales posiciones en debate, se les confronta con la doctrina contenida en el discurso del Papa Juan Pablo II del año 2000 con la finalidad de verificar si necesita modificarse, como han sugerido algunos pensadores católicos. Junto con constatar el estado abierto del debate, a partir de la plausibilidad de algunas de las posiciones en disputa, sostiene que una resolución exige una mayor elaboración conceptual del concepto de organismo. Asimismo, apoya que, en la gran mayoría de los casos, el criterio neurológico, tal como lo entiende el Papa Juan Pablo II, sí proporciona la certeza moral necesaria para proceder éticamente a la extracción de órganos, aunque debería dejarse espacio a un legítimo disenso en torno a la aplicación de ese juicio por medio de la objeción de conciencia, tal como prevén algunas legislaciones.
Palabras clave: muerte encefálica; certeza moral; trasplantes; objeción de conciencia
This article expounds the debate within the Roman Catholic Church regarding the acceptability of whole-brain death as a valid criterion to determine human death. After reviewing the most dominant stances among catholic scholars on brain death, this article analyses their compatibility with the doctrine about brain death in the 2000's speech of John Paul II on the matter in order to determine whether the doctrine requires a review, as some scholars argue. After confirming that this debate is really open, since the arguments support both sides of the debate, the article argues that it is necessary to develop a deeper understanding of what means to be a living organism. At the same time, it argues that generally, a whole-brain death provides the necessary moral certainty to legitimately proceed to organ harvesting for transplantation. Nevertheless, there should be room in legislations for conscientious objection regarding the application of the neurological criterion.
Keywords: brain death; moral certainty; organ transplantation; conscientious objection
La muerte encefálica –o whole brain death– es un criterio de definición de la muerte de la persona humana, que goza de amplia aceptación a nivel mundial. Una rápida mirada a las legislaciones de los países demuestra que, en buena parte de ellos (88% sobre una muestra de 80 países) existen protocolos establecidos para el diagnóstico de muerte encefálica1. No obstante, el modo de certificarla varía ampliamente, como lo muestra un análisis de las prácticas alrededor del mundo y de legislación comparada2, incluso dentro de un mismo país, como los Estados Unidos3. A la fecha, estas divergencias suscitan no pocos inconvenientes prácticos4. Esto obliga a hacer una distinción que parece sumamente relevante, aunque pocas veces es explicitada5. Una cosa es un concepto de muerte, otra un criterio de muerte y una tercera realidad son los medios para certificarla. Naturalmente, debe haber coherencia entre estos tres conceptos, pues se relacionan estrechamente. Para el teólogo, lo relevante es que el criterio de muerte sea coherente con el concepto de muerte que él elabora y reconoce y que, desde luego, depende de una antropología de referencia, en este caso, la antropología cristiana. En un segundo momento, el teólogo se interesa porque el modo de certificar la muerte goce de la necesaria certeza para poder declararla. Las demás consideraciones son más propias del ámbito clínico, donde lo más relevante es que el modo de verificarla –un conjunto de datos empíricos– sea coherente con el criterio de muerte, esto es, lo que se quiere verificar. Se trata de evitar falsos positivos (i.e. declarar muerto a quien no lo está) y falsos negativos (i.e. declarar vivo al que está muerto, situación menos relevante éticamente).
Sin embargo, el consenso en torno a la muerte encefálica se está agrietando6. Esta discrepancia también se ha instalado en la teología católica, como el debate de los últimos 15 años ha ido poniendo de manifiesto. En efecto, prácticamente desde 2006 –con la publicación de una serie de contribuciones disidentes de pensadores católicos7– se ha visibilizado progresivamente, en las revistas científicas del mundo anglosajón, una discusión que está lejos de estar zanjada.
Para exponer adecuadamente los alcances de este debate y su eventual resolución, hay que comenzar recapitulando, brevemente, cómo emergió y se consolidó el criterio neurológico dentro y fuera del ámbito católico. En segundo lugar, explicar cómo se rompió este consenso y las diferentes posiciones que han surgido en la teología católica a propósito del criterio neurológico. Finalmente, hacer una relectura del discurso de Juan Pablo II del año 2000, referencia irrenunciable para comprender la doctrina de la Iglesia enfatizando, al mismo tiempo, la importancia del concepto de certeza moral como categoría que permite continuar utilizando el criterio neurológico, a pesar de que el debate no esté todavía totalmente resuelto. En la conclusión, a partir del análisis desarrollado previamente, se sugiere que el camino de solución pasa necesariamente por una profundización en el concepto biofilosófico de organismo, que nos parece no suficientemente elaborado por las distintas posiciones en debate.
La elaboración de un nuevo criterio para reconocer la muerte del ser humano
¿Cómo se consolidó ese consenso y cómo ha comenzado a desestabilizarse? Según De Georgia, cuando en 1947 se logró la primera desfibrilación de un corazón detenido, comenzó a ponerse en entredicho la irreversibilidad del paro cardiorrespiratorio y a plantearse el tema de introducir nuevos criterios para determinar la muerte8. Pocos años después, el desarrollo de la ventilación mecánica permitió la sobrevida de muchas personas cuya función respiratoria estaba comprometida, tal como sucede con los pacientes más graves de la pandemia del coronavirus. Con el desarrollo de estos medios tecnológicos, comenzó a discutirse si algunos de los enfermos conectados a ventilación mecánica estaban realmente vivos, considerando que su función neurológica central –sea por criterios clínicos o por parámetros electroencefalográficos– era inexistente. Todavía, sin embargo, como demuestra el famoso artículo de Mollaret y Goulon, se discutía si ese estado podría considerarse equivalente a la muerte9. La primera propuesta con suficiente autoridad para plantear un nuevo criterio que determinara la muerte humana fue la del comité ad hoc de Harvard, en 196810.
A esas alturas, ya se había desarrollado un consistente avance en la medicina intensiva, en la comprensión del coma y en la medicina de trasplantes. De hecho, Christiaan Barnard había realizado el primer trasplante de corazón un año antes y ya en 1963 se había realizado el primer trasplante de riñón de donante cadáver11. Al mismo tiempo, se acrecentaban los dilemas éticos sobre la prolongación de los cuidados intensivos en estos pacientes en situación desesperada y ya en 1962 se publicó una primera reflexión al respecto12. Todo esto nos permite concluir razonablemente que, si bien había un conflicto de interés con el tema de procurar órganos para trasplantes, existía también otras buenas razones para pensar en una expansión del criterio de determinación de la muerte humana al criterio neurológico. Como ha mostrado Tham, la presencia de un destacado exponente de la ética médica de la posguerra en la comisión ad hoc, el profesor Beecher, hace al menos discutible la afirmación de Hans Jonas13 de que el criterio neurológico es sólo un pretexto para permitir los trasplantes14. Casi contemporáneamente, la Asociación Médica Mundial publicó la Declaración de Sidney, reconociendo el valor del criterio neurológico15.
La ampliación de la definición de la muerte humana a partir del criterio neurológico recibió un impulso definitivo cuando la comisión presidencial designada por el presidente de Estados Unidos publicó su informe16 y su contenido derivó en el Uniform Determination of Death Act de 1981, citado arriba en nota. En este contexto de consenso, que se traducía en una proliferación de normas legales que validaban el criterio neurológico, la Iglesia Católica se pronunció finalmente, en el año 2000, a través de un discurso del Papa Juan Pablo II17. En 2007, una nueva comisión presidencial de Estados Unidos volvió sobre el tema18. La presencia de la palabra “controversias” en el título del documento de esta comisión, da a entender que el consenso se estaba agrietando. Como es de esperar, la discusión intracatólica ha acompañado el debate de médicos y filósofos y es este intercambio el que será analizado en este trabajo. Como dice Nguyen “que la Iglesia Católica se comprometa con el debate sobre la muerte encefálica significa que debe evaluar si ese estándar es coherente con los sólidos postulados de la antropología católica”19. En Latinoamérica esta reflexión ha estado a cargo, fundamentalmente, de los médicos católicos y no de los teólogos, aunque ha habido teólogos presentes en las reflexiones interdisciplinares sobre el tema, normalmente radicadas en centros de bioética, especialmente en las universidades católicas.
Para la teología, la muerte tiene un significado muy amplio y profundo, que va mucho más allá de su dimensión biológica20. Sin embargo, el problema que nos ocupa no es tanto sobre la muerte como sobre la vida21. En otras palabras, lo que estamos queriendo determinar es cuándo deja de vivir un viviente y no cuando comienza a morir, ni qué significa estar muerto, dado que la muerte, a diferencia de la vida, no se relaciona con lo que el viviente es, sino con lo que ha dejado de ser22. No sorprende, por lo tanto, que la pregunta que plantea el ya citado texto de los detractores del criterio neurológico de determinación de la muerte tenga mucho sentido: ¿Es la muerte encefálica todavía vida?23
En el caso de la muerte encefálica, el criterio de muerte –tal como lo define el referido discurso de Juan Pablo II– es el cese irreversible de toda actividad encefálica. No obstante, la muerte no es un proceso24, dado que no admite un término medio (i.e. se puede estar vivo o muerto, pero no hay estados intermedios, al menos en los organismos superiores). Sin embargo, como sostiene Condic, “los criterios empíricos que se utilizan para determinar la muerte no pretenden identificar el momento mismo, sino más bien un punto donde podemos decir con confianza que esta ya ocurrió”25. Lo que es interesante explorar es si el concepto de muerte encefálica o whole brain death es compatible con el de muerte (y de vida) que elabora la teología católica.
La reflexión del Magisterio de la Iglesia en torno al criterio neurológico
Como afirmó Pío XII hace más de 60 años, “es propio del médico, en especial del anestesiólogo, dar una definición clara y precisa de la muerte y del «momento de la muerte»”26. Desde una mirada teológica se puede afirmar sin problemas que la muerte encefálica no es un nuevo concepto, sino un modo diferente de verificar y certificarla27. En ese sentido, como nota Bernat, hablar de muerte encefálica da a entender erróneamente que hay más de una muerte del ser humano, cuando lo que se hace es certificar su ocurrencia de un modo distinto al que estábamos acostumbrados antes de la medicina tecnológica28. En efecto, el paro cardiorrespiratorio conduce en poco tiempo a la muerte del encéfalo por falta de oxigenación. En ese sentido, todas las muertes documentadas por criterio cardiológico implican un grado mayor o menor de daño encefálico y es muy probable que la irreversibilidad del paro cardiorrespiratorio dependa del daño encefálico29.
El discurso de Pío XII prueba, por lo demás, que el debate sobre la certificación de la muerte por medio de signos neurológicos antecede al problema de la obtención de órganos para trasplantes. Dicho esto, no cabe duda de que el tema de los trasplantes sí ha influido en el desarrollo de las legislaciones con respecto a la certificación de la muerte por criterio neurológico. Es innegable que sin la donación de órganos se podría prescindir, en la práctica, de esta discusión. Reconocer este conflicto de interés, no obstante, no significa validar que se haya inventado un criterio de muerte sólo para justificar los trasplantes de órganos.
El catecismo de la Iglesia Católica señala en el n. 997 que la muerte, entendida como fin de la existencia terrena, es la separación del alma y del cuerpo. Ese es el concepto que la teología católica ha elaborado de la muerte como tradicionalmente se entiende. Dado que el viviente humano es un cuerpo cuya vida depende del espíritu, lo que se puede constatar en el cuerpo nos habla de si se encuentra animado o no, o, dicho de otra manera, si es un cuerpo viviente. En ese sentido, la muerte no es un concepto biológico, como sostiene Bernat30, sino filosófico, al igual que el de vida, con el cual está íntimamente ligado31. Podemos, con todo, conceder con facilidad que la muerte tiene consecuencias empíricamente determinables, pero eso no la transforma en un concepto empírico.
La Iglesia Católica, en el Concilio de Vienne (1312), afirmó que:
Reprobamos como errónea y enemiga de la verdad de la fe católica toda doctrina o proposición que temerariamente afirme o ponga en duda que la sustancia del alma racional o intelectiva no es verdaderamente y por sí forma del cuerpo humano32.
Más allá del hilemorfismo evidente que subyace a esta declaración, es claro que se considera al alma, en cuanto forma, principio de unidad del cuerpo humano. Luego, desde un concepto católico de muerte, es coherente pensar que la separación del alma y del cuerpo acarreará la pérdida de la unidad del viviente, su característica esencial, ya que este, por definición, es uno. Desde esta perspectiva, toda vez que el criterio neurológico de muerte sea signo de esta pérdida de unidad, es compatible con el concepto católico de muerte.
Mientras nunca antes hubo en la Iglesia Católica una oposición seria a los trasplantes, desde que comenzaron a realizarse (y hasta ahora), por vez primera, en 1981, un documento del Pontificio Consejo Cor Unum constataba la necesidad de una declaración oficial sobre la muerte cerebral (sic) para poder proceder sin conflictos de conciencia a la consiguiente extracción de órganos para trasplante33. En la Carta, promulgada por el Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud y los Agentes Sanitarios, se dice textualmente:
Para que una persona sea considerada cadáver es suficiente la comprobación de la muerte cerebral del donante, que consiste en la «suspensión irreversible de todas las funciones cerebrales». Cuando la muerte cerebral total es constatada con certeza, es decir, después de una cuidadosa y exhaustiva verificación, es lícito proceder a la extracción de los órganos, como también prolongar artificialmente las funciones orgánicas para conservar vitales los órganos en vista de un trasplante.34
Más allá de que actualmente las competencias de aquel dicasterio hayan sido absorbidas por el Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral, creado por Francisco en 2016, al no contar con la aprobación específica del Pontífice de la época, no se considera un acto de Magisterio Pontificio. Por otro lado, si bien cita dos textos pontificios como apoyo a la afirmación, en ninguno de ellos, Pío XII ni Juan Pablo II, en 1991, hablaban de muerte cerebral, sino sólo de muerte. Es por eso que el discurso del año 2000 resulta tan relevante y significativo, aunque la mayoría de los estudiosos del tema pasan por encima tanto del documento del Pontificio Consejo Cor Unum como de la Carta de los agentes sanitarios que, sin duda, constituyen antecedentes relevantes35.
La reflexión sobre el tema se había profundizado en el Vaticano ya en 198536, en el contexto de un congreso organizado por la Pontificia Academia para las Ciencias. La misma Academia dedicó otros tres encuentros al tema, en 198937, 200538 y en 200639, cuyas actas también han sido publicadas (salvo la de 2005). Es de notar que, a partir de la segunda reunión –la de 1985 no contó con la presencia de filósofos o teólogos–, constatando la oposición que se estaba levantando en ambientes católicos, se decidió convocarlos40. Lo mismo sucedió en 2005 y 2006, donde incluso participó Robert Spaemann, quien firmó con Shewmon una opinión disidente del consenso de la mayoría de los participantes en este último congreso de la Pontificia Academia para las Ciencias.
Desde ese momento, particularmente en el mundo anglosajón, y alentado por el documento de 2007 de la comisión presidencial de bioética de Estados Unidos, el debate sobre la validez de la muerte encefálica ha resurgido con nuevos bríos en el mundo católico y ha llevado a muchos a cuestionar, incluso, el valor doctrinal del discurso de Juan Pablo II del año 200041.
La ruptura del consenso
Fue la evidencia científica aportada por Shewmon, que cuestionaba la ausencia de integración somática en pacientes con diagnóstico de muerte encefálica, el insumo más relevante y ampliamente citado de esta nueva discusión sobre la muerte encefálica42. Probablemente, es esta evidencia la que motiva las reuniones de la Pontificia Academia para las Ciencias en 2005 y 2006. Estos hitos reavivaron la crisis del consenso sobre la muerte encefálica en el mundo católico. El nuevo alineamiento de posturas ha llevado a replanteamientos y profundizaciones conceptuales sobre el significado del criterio neurológico, que Jones clasifica en tres grupos43:
Propuesta de abandono del criterio neurológico (Austriaco44, Nguyen45).
Reformulación del mismo, sustituyendo la unidad del organismo por la capacidad radical de sensibilidad, según Lee y Grisez46. O bien hablar de ausencia de “experiencia interna de necesidad” como una forma de entender la pérdida de la vitalidad del cuerpo (Robert George y la comisión de bioética del presidente de USA en el informe ya citado).
Reformular el concepto de integración (Tonti-Filippini47, Condic48, Moschella49), para mantener el criterio de la muerte encefálica.
Se toma a estos autores como referencia porque el debate ha estado mucho más vivo en el mundo anglosajón, y fuera de él encontramos sustancialmente una aprobación extendida del concepto en los textos de bioética teológica, la mayoría de ellos previos a esta discusión. A esto se suma que las voces disidentes en el mundo hispanoparlante provienen desde otras disciplinas, particularmente la filosofía50. Opiniones de católicos de prestigio como Spaemann, Seifert, Gómez-Lobo o Pellegrino, miembros de la Pontificia Academia para la Vida, se han expresado en libros ya citados o como parte de estas amplias discusiones como las ya reseñadas por la Pontificia Academia de las Ciencias o del consejo del presidente de Estados Unidos. Por su parte, Elio sgreccia –figura insigne de la bioética católica–, en la edición más reciente de su Manual de Bioética, ha validado el criterio neurológico sin profundizar demasiado en el debate51.
Hay que examinar, en primer lugar, la crítica al concepto de pérdida de integración como argumento para sostener el criterio neurológico. El Comité de Bioética del presidente de Estados Unidos se hace eco de esa afirmación cuando sostiene:
Si estar vivos requiere ser un todo que esté más allá de la suma de las partes, entonces es difícil negar que el cuerpo de un paciente con falla cerebral total [expresión que usa el documento para referirse a la muerte encefálica], puede estar todavía vivo, al menos en algunos casos52.
Este es el argumento que, ya en 200353, había utilizado Austriaco para oponerse al criterio neurológico y que, en definitiva, mantiene hasta el día de hoy, incluyendo su reciente manual de bioética teológica54. En estos años, además, ha intervenido activamente en el debate cuestionando las otras dos posiciones que defienden el criterio neurológico que a continuación se revisa. Austriaco, sin embargo, introduce otro punto que no es de menor consideración y que se profundizará más adelante: “En otras palabras, no se puede nunca hacer un diagnóstico clínico de la pérdida total de la función del encéfalo. Los pacientes con muerte encefálica van a tener siempre alguna función cerebral residual”55. En su propia posición acerca de la muerte, Austriaco insiste en que la integración, que define la vida de un organismo, debe buscarse a nivel molecular, como una especie de principio organizador del metabolismo celular, que, desde su perspectiva, no puede vincularse a un órgano específico. Por lo tanto, lo que propone es que la integración de un organismo no puede estar vinculada a la actividad de un órgano específico, ni siquiera el encéfalo56.
Austriaco también afronta el problema de las consecuencias para el trasplante de órganos que implicaría esta perspectiva. Curiosamente, propone que inmediatamente después del paro cardiorrespiratorio, podrían procurarse los órganos, puesto que su extracción en esas condiciones, si bien no sería ex cadavere, no provocaría la muerte del individuo, ya que, en ese contexto, no puede hablarse ya de órganos vitales57. Más allá de los problemas conceptuales de esta praxis, lo que parece claro es que no se respetaría el principio afirmado por el Catecismo de la Iglesia Católica58 y la gran mayoría de los moralistas católicos y seculares que sostienen la muerte como requisito indispensable para la donación de órganos vitales.
Nicholas Tonti-Filippini, Maureen Condic y Melissa Moschella son los exponentes más visibles, en el mundo anglosajón, de la postura que mantiene firme el principio de integración mantenido por el discurso de Juan Pablo II. No solo sostienen que esa postura es adecuada, sino que se distancian tanto de los que han abandonado el criterio, Shewmon y Austriaco, como de los que proponen criterios alternativos, como el comité presidencial de EE.UU. y otros teólogos católicos como Patrick Lee y Germain Grisez. Para ellos, esos principios alternativos no sólo tienen problemas con la evidencia médica que los sostiene, sino problemas antropológicos que los hacen incompatibles con la doctrina católica afirmada desde el Concilio de Vienne59. Junto con lamentar la deriva que supone la decisión del comité norteamericano al adoptar una interpretación conceptual distinta de la muerte humana, Tonti-Filippini plantea que el abandono del criterio neurológico, entendido como la muerte de todo el encéfalo pone en serias dificultades a los católicos. Los obliga, de hecho, a aceptar en la práctica criterios neurológicos que no son aquellos validados por el Magisterio de la Iglesia y que plantean dificultades prácticas no menores. Por eso sostiene que “sigue siendo importante asegurar que la así llamada muerte encefálica [brain-death] sea un término que no se use laxamente o para cualquier otra cosa que no sea la muerte de toda función del encéfalo”60.
Melissa Moschella es también una férrea defensora de la visión integracionista desde una perspectiva más biofilosófica. Siguiendo a Rosenkranz, sostiene que todo organismo complejo61, como un ser humano, requiere una “parte maestra”, que es fundamental para asegurar la unidad organísmica. La analogía preferida que desarrolla en el artículo citado arriba es la del director de orquesta. La función encefálica correspondería al director de orquesta, sin él la orquesta deja de ser una totalidad unificada, en términos biológicos, un organismo. Como sostiene la autora, es posible que haya orquestas sin director (cuartetos o pequeñas orquestas de cámara), pero claramente su capacidad performativa no es la misma. De esa manera, Moschella logra transmitir adecuadamente que, si bien los sujetos muertos con el criterio neurológico muestran una cierta unidad, no es una unidad organísmica o sustancial, sino que se la puede calificar de residual, apoyada tanto por la circulación sanguínea como por los artefactos que sostienen la vitalidad residual de los órganos, particularmente el ventilador mecánico. No convence, sin embargo, la idea de homologar el principio de unidad de un organismo a una “parte maestra”, la cual puede entenderse sin dificultad como el medio necesario para esa unidad62, pero no como el artífice de esta. En efecto, sería como atribuirle a una parte el rol de unificar, en sentido fuerte, el todo, del cual al mismo tiempo es innegablemente una parte. Eso puede decirse mucho más fácilmente de un artefacto que de un organismo vivo. Es precisamente el problema que denuncia Nicholson, es decir, tratar de entender los organismos biológicos como máquinas en lugar de un paradigma radicalmente distinto y no mecanicista63. Es probable que ésta sea la discusión de fondo, todavía no explicitada, que impide una resolución adecuada del problema en la teología católica. Si bien es cierto que
la función encefálica es necesaria para esta dinámica y operativa unidad fisiológica del organismo (por encima de su rol para la consciencia), no lo es para la unidad ontológica del organismo, que es directamente conferida por el alma sin mediación alguna del encéfalo, como lo demuestra la vida embrionaria. Sin embargo, si el encéfalo no puede asegurar esta unidad funcional con el cuerpo orgánico porque las células cerebrales están muertas o el encéfalo ha sido separado del organismo, la capacidad del cuerpo de recibir el ser y la unidad del alma, desaparece, con la consiguiente separación del alma del cuerpo (i.e. la muerte de un organismo como un todo)64.
Esta afirmación deja sin aclarar del todo el rol de mediación que tiene el encéfalo entre la unidad sustancial (que corresponde ciertamente al alma, conforme al Concilio de Vienne) y la unidad organísmica, concepto que no es ni empírico ni filosófico, sino formalmente biofilosófico65. Comprender esta mediación entendiendo el organismo humano desde una perspectiva mecanicista –como la que denuncia Nicholson en el artículo citado– impide darle al encéfalo su rol, que no es ni el de un instrumento del alma ni el de una parte maestra coordinadora, a modo del director de orquesta de Moschella. La configuración organísmica es esa dispositio materiae, de la que habla la filosofía tomista, como condición de posibilidad de la acción del alma como forma corporis. Y como toda configuración de la materia, requiere de principios materiales, en el caso de un organismo humano adulto, un órgano específico como el encéfalo. En otras palabras, la unidad organísmica es la condición necesaria para la unidad ontológica, pero no se identifica con ella, puesto que el principio de unidad organísmica es una realidad biológica (y puede, eventualmente, identificarse con la función de la totalidad del encéfalo), mientras el principio de unidad ontológica es metafísico, el alma humana, y opera directamente, no a través del encéfalo.
Al analizar los replanteamientos de la racionalidad filosófica que sostiene el criterio neurológico, en busca de una alternativa al concepto de integración, destaca, en primer lugar, la posición de William May, autor de uno de los textos de bioética teológica más influyentes en el mundo anglosajón66. May rechaza la lógica de la integración a partir de los argumentos de Shewmon y busca, en un criterio alternativo, un fundamento para el criterio neurológico. Propone que éste es la capacidad radical de sensibilidad (entendida como una sensibilidad integrada) como lo que permite discriminar la vida y la muerte en un individuo humano (y eventualmente animal). El gran problema de esta postura, que Austriaco critica adecuadamente67, es que se coloca en el fundamento material de una capacidad del organismo, como sería el encéfalo (o quizás la totalidad del sistema nervioso para estos efectos), lo que corresponde al principio unificador del organismo, que no es material. En cierto sentido, comete el mismo error que hace Moschella cuando identifica la existencia de una parte maestra del organismo como lo que explica su unidad como totalidad. Que una parte del cuerpo sea condición necesaria para la existencia del organismo no la transforma en la causa de su existencia.
Germain Grisez y Patrick Lee, por su parte, acogen también la crítica de Shewmon y proponen otro criterio alternativo68 bastante parecido al de May pues se basa en la capacidad de ejercer (o poder ejercer en el futuro), la sensibilidad, y para ello, en el individuo adulto, se requiere el encéfalo. Luego la integridad del encéfalo es la condición material necesaria para tener esa capacidad, si se pierde irreversiblemente, sobreviene la muerte. Lo problemático de la posición de Grisez y Lee radica en que consideran que los individuos en muerte encefálica, si bien no son humanos, son entidades vivientes unificadas (nosotros diríamos un organismo). Como dicen textualmente: “Ha ocurrido un cambio sustancial: el ser humano ha muerto, y, a pesar de que los restos incluyen una gran entidad viviente, esa entidad no es un organismo humano y, por lo tanto, no es el individuo que sufrió la muerte cerebral total”69. Esa separación entre vida y capacidad de sensibilidad es muy problemática, puesto que rompe la unidad del principio vital del individuo que es el alma, al menos desde la perspectiva de la unidad del ser humano que sostiene el Concilio de Vienne y que ambos autores dicen sostener como católicos ortodoxos. En un artículo posterior70, escrito en solitario, Lee vuelve a la carga con el argumento, reiterando que su punto es netamente filosófico, y que sólo busca acomodar a la evidencia presentada por Shewmon, el fundamento del criterio neurológico del cese irreversible de las funciones del encéfalo. Lee parece distinguir entidades con funciones vitales (como el cuerpo decapitado que mantiene un nivel de integración) de organismos, como si, de alguna manera tuvieran alguna forma de unidad sustancial71. Me parece un error filosófico notable, puesto que entidad viviente y organismo son sinónimos, las células u órganos aislados no son organismos, pero tampoco son entidades vivientes en el sentido fuerte de la palabra, esto es, unidades sustanciales, como no lo es ninguna parte resecada de un organismo. Que conserven alguna forma de vitalidad residual no las convierte ni en organismos ni en entidades vivientes en sentido propio.
Al final del artículo de 2016, arriba citado, Lee parece trazar una equivalencia entre su racionalidad para justificar los criterios neurológico y de integración: “Grisez y yo hemos argumentado que, dado que el ser humano es un tipo especial de animal (un animal racional), la integración requerida para un ser humano incluye las estructuras necesarias para la capacidad radical de sensación consciente”72. Esta homologación entre las dos justificaciones posibles de la muerte encefálica me parece un simple guiño conciliatorio. En efecto, la capacidad de sensación consciente no tiene relación directa con la integración del organismo humano, se coloca en otro orden, en el de las facultades intelectivas del alma racional, que es el último agente integrador de todo organismo humano, como lo es el alma en todo ser vivo, según su especie.
En definitiva, todo indica que el origen de la controversia en el mundo católico tiene que ver con el argumento empírico de Shewmon a favor de la existencia de integración en individuos con diagnóstico de muerte encefálica. Quienes rechazan estos argumentos, como Moschella y Condic, mantienen el criterio clásico; quienes lo aceptan, como Grisez, Lee, Austriaco y Nguyen, tienen a su vez dos posibilidades: o niegan el criterio neurológico, como estos últimos, o bien presentan uno nuevo que sea compatible con aceptar la evidencia presentada por Shewmon. Este nuevo criterio no sólo se aparta significativamente del clásico, sino que plantea más problemas con la ortodoxia católica de los que pretende resolver. Me parece, asimismo, que esta reformulación está fuertemente condicionada porque el Comité Presidencial de Bioética aceptó los argumentos de Shewmon y necesariamente tuvo que ofrecer un criterio alternativo para mantener el neurológico en pie. Criterio que fue, a mi modo de ver, demasiado alegremente aceptado por Grisez y Lee.
Si miramos más de cerca los argumentos de quienes sostienen el criterio neurológico, refinando el concepto de integración para hacerla compatible con la evidencia presentada por Shewmon y otros autores, hay que tener presente al menos tres cosas.
Por un lado, para mantener el punto de vista neurológico es necesario refinar el diagnóstico de muerte encefálica para evitar formas espurias de certificación que no dan evidencia suficiente del cese total de la función encefálica.
Por otro lado, si se acepta que la unidad del organismo es condición para su vitalidad, hay que conceder que la muerte encefálica es uno de los signos más relevantes de esa pérdida de unidad, más que su causa. De este modo, se puede decir que la muerte encefálica podría ser signo, en la gran mayoría de los casos, de la desintegración que sigue a la muerte. Esto, evidentemente, obliga a preguntarse seriamente por los criterios de diagnóstico de la muerte encefálica de modo de establecer si los casos como los presentados por Shewmon obligan a utilizar planteamientos más rigurosos, o simplemente son excepciones a una regla general (como suele haberlas en la naturaleza)73.
Otra opción para explicar estos fenómenos de integración planteados por Shewmon es la de la unidad residual planteada por Flannery, que es en cierto modo una forma de decir que algo queda en la unidad de un ser viviente una vez que se pierde su forma sustancial, pero que esa unidad no es atribuible a la existencia de una forma sustancial presente, sino a los efectos en las partes del cuerpo de su previa pertenencia a una totalidad unificada y de la capacidad de coordinarse entre ellas sin constituir, por ello, un organismo74. En esta línea, hay que considerar pertinente la distinción que introduce Condic entre integración y coordinación. La primera supone la coordinación, pero es más que ella, es una unidad superior, no sólo la interacción entre las partes. Condic sostiene que la integración se caracteriza por ser global y autónoma, es decir, requiere la coordinación de la totalidad del organismo y debe ser dependiente de él75. No porque un proceso sea realizado por un sujeto materialmente (y aparentemente) íntegro, como es un cuerpo humano sostenido por tecnología de medicina intensiva, deja de ser coordinación y se transforma en integración.
El discurso de Juan Pablo II a la luz del debate sucesivo
Con este debate en mente, el discurso del Papa Juan Pablo II del 29 de agosto del 200076 se considera la primera validación explícita, por parte del magisterio católico, del criterio neurológico. En general, ese reconocimiento fue acogido pacíficamente por la comunidad católica, no sólo por su conexión con el tema de la licitud de los trasplantes de órganos vitales, sino por su mismo valor como definición de la muerte humana. No es de extrañar la furibunda reacción ante un artículo publicado por L’Osservatore Romano, firmada por Lucetta Scaraffia, que ponía en discusión esta validación77.
La primera afirmación del n.4 del discurso papal, sobre la muerte humana confirma, con un lenguaje no totalmente idéntico, lo que afirma el mismo Catecismo de la Iglesia Católica: “Existe una sola «muerte de la persona», que consiste en la total desintegración de ese conjunto unitario e integrado que es la persona misma, como consecuencia de la separación del principio vital, o alma, de la realidad corporal de la persona”78. Con un lenguaje que podríamos catalogar de personalista, se refrenda lo afirmado en el Catecismo introduciendo el tema que será el eje de la discusión: la integración o desintegración del organismo como criterio de vida o muerte.
Más adelante afirma la existencia de signos empíricos que pueden considerarse efectos de la muerte así entendida: “la muerte de una persona produce inevitablemente signos biológicos ciertos79, que la medicina ha aprendido a reconocer cada vez con mayor precisión”. Es un tema que ya se encuentra en el discurso de 1989 a la Pontificia Academia para las Ciencias: “El momento de esta separación [del principio espiritual del principio material], no puede discernirse directamente y el problema es identificar sus signos”80. Esto permite decir que los signos detectados por los exámenes médicos correspondientes constituyen, conceptualmente, modos de certificar la muerte que pueden ser discernidos por parte del médico, sea clínicamente, sea con la ayuda de exámenes complementarios. El criterio que se usa como determinación de la muerte es el neurológico:
Cesación total e irreversible de toda actividad cerebral (en el cerebro, el cerebelo y el tronco encefálico). Esto se considera el signo de que se ha perdido la capacidad de integración del organismo individual como tal.
Desde esta perspectiva, se puede afirmar que el reciente criterio de certificación de la muerte antes mencionado, es decir, la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral, si se aplica escrupulosamente, no parece en conflicto con los elementos esenciales de una correcta concepción antropológica81.
Se hace, por lo tanto, un juicio de compatibilidad del criterio neurológico con la antropología cristiana, fuertemente unitaria. Eso no quiere decir, sin embargo, que “la unidad que es relevante para la determinación de la muerte humana es la unidad sustancial de un organismo humano”, como sostiene Jones82. En otras palabras, una cosa es la unidad sustancial, que se sitúa a nivel metafísico, otra la organísmica que se coloca a nivel biofilosófico. Si bien para determinar la muerte es necesario que se pierdan ambas, son dos unidades de distinto nivel. Con todo, la pérdida de la unidad sustancial no puede ser determinada directamente, sólo se puede determinar signos de ella. Lo dice explícitamente el mismo discurso. A esta unidad sustancial ya se había referido el mismo Juan Pablo II en 1989, cuando, dirigiéndose a la Pontificia Academia para la Ciencias, afirma que “[la muerte] ocurre cuando el principio espiritual, que asegura la unidad del individuo, ya no puede ejercer sus funciones en y sobre el organismo, cuyas partes, dejadas a sí mismas, se desintegran”83.
El discurso del año 2000 continúa hablando del tema de la certificación de la muerte:
El agente sanitario que tenga la responsabilidad profesional de esa certificación puede basarse en ese criterio para llegar, en cada caso, a aquel grado de seguridad en el juicio ético que la doctrina moral califica con el término de “certeza moral”. Esta certeza moral es necesaria y suficiente para poder actuar de manera éticamente correcta. Así pues, sólo cuando exista será moralmente legítimo iniciar los procedimientos técnicos necesarios para la extracción de los órganos para el trasplante, con el previo consentimiento informado del donante o de sus representantes legítimos84.
Es significativo que se utilice la idea de certeza moral, un concepto técnico que debe explicarse puesto que tiene sus orígenes en la elaboración conceptual de la teología moral católica.
El significado de la certeza moral en el ámbito de la aplicación del criterio neurológico
Del diagnóstico de muerte encefálica se siguen acciones particularmente relevantes desde el punto de vista moral, como la eventual extracción de órganos o la suspensión de las así llamadas terapias de soporte vital. Es necesario, por lo tanto, abrir una reflexión –pocas veces explicitada en la literatura sobre la muerte encefálica– acerca del concepto de certeza moral85.
En el discurso arriba citado, la certeza moral se refiere a la aplicación concreta, por parte del agente sanitario, “en cada caso”86 del criterio neurológico y sus protocolos asociados, como medio de certificar la muerte de la persona a quien asiste87. Por lo mismo, podría argumentarse que, si bien puede discutirse si este criterio es un signo absolutamente cierto de la muerte de la persona (entendida como certeza absoluta o matemática), sí puede argumentarse que su aplicación por parte del médico puede llevar a la certeza moral. El discurso del Papa Juan Pablo no se refiere a otro tipo de incerteza, que se deriva de la aplicación al caso de los criterios de diagnóstico en el paciente concreto y de sus resultados precisos (e.g. del trazado electroencefalográfico), donde sin duda alguna puede haber errores e incertezas adicionales que, sin embargo, no dependen de los criterios en cuanto tales sino del médico que los aplica y de las limitaciones de los medios diagnósticos utilizados88.
Como ha señalado adecuadamente el filósofo Hans Jonas, siguiendo la clásica distinción aristotélica:
Ciertos tipos de realidades –entre las cuales quizás el tema de la distinción entre la vida y la muerte es solamente uno– pueden ser imprecisas en sí mismas, o bien el conocimiento que de ellas podemos tener. Reconocer ese hecho es más adecuado que una definición demasiado precisa que le haga violencia a la realidad89.
No puede pedirse a la medicina, una ciencia, además bastante limitada en su capacidad de explorar el cuerpo humano, una certeza que va más allá de su praxis actual. Como en todas las descripciones de enfermedades y en el mismo diagnóstico de muerte con criterio cardiocirculatorio, la posibilidad de falsos positivos existe. Mientras más nos distanciamos del momento de la muerte, mayor certeza tenemos. El problema es que, como reconoce Pellegrino “las posibilidades que nos ofrece el trasplante de órganos nos fuerzan a acortar el tiempo de observación y deliberación”90. El criterio neurológico nos aproxima todavía más al momento de la muerte, puesto que sin duda alguna la circulación y oxigenación de la sangre favorece la interacción entre los diferentes órganos y la sobrevida de las células y tejidos que los componen. En este sentido, los ejemplos proporcionados por Shewmon, acerca de la persistencia de integración en personas con diagnóstico de muerte encefálica, más allá de la permanente necesidad de refinar los métodos de certificación de la declaración de la muerte humana por criterio neurológico, debe hacer reconocer la falibilidad intrínseca a todo método de certificación. Su evidencia es compatible con el hecho de que el criterio neurológico es un criterio menos cierto, y que a veces es necesario ser más riguroso que lo que establecen los protocolos o bien renunciar del todo a aplicarlos en determinadas circunstancias. Lo mismo podría decirse respecto al criterio cardiocirculatorio dado que, en contextos hospitalarios, como el que es propio del uso del criterio neurológico, se pueden declarar muertas a personas que podrían ser resucitadas si se aplicara con más rigor y perseverancia la terapia de reanimación91. En ambos casos, podría tratarse de esfuerzos por mantener vivas a personas que morirían igualmente, pero no por eso estarían muertas.
En este sentido, el margen de incerteza que se enfrenta al utilizar el criterio neurológico –entre la vida y la muerte– no es la duda clásica que plantea el tuciorismo92 (entre alguien perfectamente sano y vital y alguien muerto), sino entre un muerto y un moribundo93. Si bien el estar en una situación terminal no cambia el juicio sobre la vida/muerte (considerando que no hay término medio entre estar vivo y estar muerto), sí modifica la valoración de las consecuencias del error de declarar muerto a alguien que no lo está realmente; por ese motivo, no puede aplicarse sin más el principio in dubio pro vita al tema de la muerte encefálica94.
Con todo, lo que es relevante –en todo método de certificación de la muerte– es que los signos que se evidencian lleven a la conclusión de que es moralmente cierta la perdida de unidad que sigue a la pérdida de la forma sustancial del cuerpo. Sólo así se puede alinear correctamente la definición de muerte, el criterio que la define biológicamente y los métodos que se usan para certificarla. De esta forma, parece –en definitiva– que el criterio neurológico, cuando es adecuadamente certificado, proporciona la certeza moral necesaria para proceder a la extracción de órganos.
Dado que la certeza moral es un estado subjetivo de la conciencia de la persona (del médico, en este caso), la ley debería garantizar la objeción de conciencia tanto para el médico, a la hora de emitir su juicio, como de los familiares, a la hora de aceptarlo. Es una opción que explícitamente ha hecho la ley japonesa de trasplantes95. Tiene cierta lógica, por lo tanto, la propuesta de Veatch: dejar a cada quien definir el propio criterio de muerte, al menos en vistas a la donación de órganos96. La evidencia de la que se dispone actualmente muestra que donde se permite rechazar el criterio neurológico, se trata de un fenómeno raro97. Sin embargo, como señala Iftime98, perseverar en imponer a la fuerza el criterio neurológico en un contexto de consenso frágil, podría minar la confianza de la población general en los trasplantes de órganos, además de ir en contra de la autonomía de las personas que tienen que asumir las consecuencias de esa decisión. Desafortunadamente, se carece de evidencia empírica sobre el impacto de estas políticas en las tasas de donación.
Por lo tanto, la certeza moral que el Papa Juan Pablo II plantea no es una invitación a abandonar la regla del donante cadáver al adoptar el criterio neurológico, es una opción a la que obliga el bien vital que significa la posibilidad de los trasplantes. Esta opción, obviamente, fuerza al juicio prudente del médico, por lo que parece lógico no considerar los criterios legales o derivados de protocolos médicos como verdades inamovibles, sino como orientaciones generales proporcionadas por la sociedad y el arte médico, para ser aplicados con la prudencia propia de toda decisión de vida o muerte.
CONCLUSIÓN
Así se puede afirmar, por un lado, que el estado actual del debate sobre la muerte encefálica todavía no está zanjado del todo. En este sentido, la controversia dentro y fuera de la Iglesia parece igualmente abierta. No corresponde a los teólogos dirimir el debate, como se recuerda más arriba con las palabras de Pío XII. En vistas a la resolución de este debate, un gran tema que exige ser profundizado es la comprensión biofilosófica de lo que es un organismo, una mediación necesaria para poder comprender en profundidad la relación entre la integración proporcionada por la forma sustancial y aquella entregada a través de los órganos del cuerpo. En otras palabras, la comprensión más acabada de lo que es un organismo es fundamental para poder discernir lo que es integración de lo que es coordinación, o, en otras palabras, lo que es la integración organísmica de lo que es la integración residual que puede mantenerse con el soporte tecnológico adecuado. Es este ámbito biofilosófico el que quizás está más al debe, y por ello es frecuentemente obviado –como se muestra arriba– cuando se aborda el tema de la muerte encefálica. En esta línea, es de notar el uso impropio de la palabra organismo aplicado a células en cultivo99 o incluso al cuerpo humano decapitado.
Este análisis biofilosófico es también necesario a la hora de respetar los argumentos de la contraparte. Por ejemplo, decir que el encéfalo es necesario para la integración no quiere decir que sea la causa de la integración del viviente100, que es siempre la forma sustancial, sino que es una condición necesaria para la integración de los organismos complejos como el ser humano adulto.
Sin embargo, este estado teóricamente insoluto101 del debate no impide que, en la gran mayoría de los casos, la certificación de la muerte –por medio de métodos coherentes con el criterio neurológico– dé la certeza moral de que la muerte ya ha ocurrido y que, por lo tanto, la extracción de los órganos respete los criterios éticos exigidos por el Catecismo de la Iglesia Católica (y recordados por Benedicto XVI102 ). En este sentido, no está de más recordar que la dead donor rule está mucho más firme en el mundo católico que fuera de él103. No obstante, tratándose de una certeza moral, no debe imponerse por encima de la conciencia de médicos y familiares, que pueden razonablemente exigir un grado mayor de certeza.
Con todo, no parece necesario, en el estado actual del debate, ni pedir una reformulación de la doctrina expuesta en ese discurso (como señala Nguyen) ni declarar la incompatiblidad de la muerte encefálica, tal como se la entiende en el discurso del Papa Juan Pablo II, con la doctrina católica. Dicho esto, no se puede olvidar que la doctrina expresada en un discurso no puede considerarse definitiva ni infalible, aunque no por ello deje de ser Magisterio ordinario del Sumo Pontífice y, por ende, reformable en el futuro, de acuerdo con el progreso de la ciencia médica y de la reflexión teológica.
1Cf. E. Wijdicks, “Brain death worldwide. Accepted fact but no global consensus in diagnostic criteria”, Neurology 58/1 (2002) 20-25.
2Cf. S. Whalster ET AL, “Brain death declaration: practices and perceptions worldwide”, Neurology 84/18 (2015) 1870-1879.
3Cf. D.M. Greer ET AL, “Variability of Brain Death policies in the United States”, JAMA Neurology 73/2 (2016) 213-218. Todo esto, a pesar de la existencia de una legislación federal específica en forma del Uniform Determination of Death Act de 1981. Aunque ha sido adoptada por la mayoría de los estados, 36 de ellos, muchos otros introducen variantes. Cf. N. Nikas - D. Bordlee - M. Moreira, “Determination of death and the Dead Donor Rule: A survey of the current law on Brain Death”, Journal of Medicine and Philosophy 41/3 (2016) 237-256.
4Cf. S. Biel - J. Durrant, “Controversies in Brain death declaration: Legal and ethical implications in the ICU” en Current Treatment Options in Neurology, 22 (2020), en línea: https://doi.org/10.1007/s11940-020-0618-6 (consulta: 6/8/2020).
5Distinción parecida pero no idéntica es la que hace Bernat, Culver y Gert en J. Bernat - G. Culver - B. Gert, “On the definition and criterion of death”, Annals of Internal Medicine 94/3 (1981) 389-394.
6Con motivo de los 50 años de la definición del criterio neurológico, se ha desarrollado bastante producción científica respecto de esta crisis, en el consenso conceptual que sostenía la muerte encefálica. Referencia obligada es el suplemento del Hastings Center Report publicado el 2018. Para la introducción al mismo cf. R. Truog et al., “Brain death at fifty: exploring consensus, controversy and context”, Hastings Center Report 48/S4 (2018) S2-S5.
7Cf. R. De Mattei (ed.), Finis vitae Is brain death still life? (Rubbetino, Soveria Manelli 2006). El libro recoge un conjunto de ponencias, algunas expuestas en un congreso a puertas cerradas convocado por la Pontificia Academia para las Ciencias. El debate ha proseguido fundamentalmente en revistas como el Linacre Quarterly, el Journal of Medicine and Philosophy, el National Catholic Bioethics Quarterly y el Journal of Theoretical Medicine and Bioethics. En Latinoamérica, sin embargo, el debate ha pasado sustancialmente desapercibido en el mundo teológico, aunque no en el mundo filosófico y médico (a título de ejemplo: Grupo de Estudios de Ética Clínica de la Sociedad Médica de Santiago, “Diagnóstico de muerte”, Revista Médica de Chile 132 (2004) 95-107). Una búsqueda realizada en la base de datos de revistas teológicas latinoamericanas, SELADOC, muestra apenas tres resultados: J. GAFO, “Muerte cerebral y trasplante de órganos ante la moral”, Encuentros 72 (1998) 168-170; C. Viana da Silva, “Por que o conceito de 61olém cerebral é válido como uma definição de 61olém: declaração de neurologistas e outros”, Revista de cultura teológica 18/72 (2010) 225-234 y P. Rangel, “Uma Polémica inevitável”, Atualização 40 (2010) 251-260.
8Cf. M. De Georgia, “History of Brain Death as death: 1968 to the present”, Journal of Critical Care 29/4 (2014) 673.
10Cf. Ad hoc Committee of Harvard Medical School to Examine the Definition of Brain Death, “A definition of irreversible coma”, Journal of the American Medical Association 205/6 (1968) 337-340.
11Un muy interesante y detallado paralelismo de estos acontecimientos traza De Georgia en el artículo citado arriba. Cf. M. De Georgia, “History of Brain Death”, 674.
12Cf. F. Ayd, “The hopeless case: medical and moral considerations”, Journal of the American Medical Association 181/13 (1962) 1099-1102.
13H. Jonas “Against the stream”, en ID., Philosophical Essays: From ancient creed to technological man, (Prentice-Hall, Englewood Cliffs 1974) 132-140.
14Cf. J. Tham, “Harvard Brain death criteria and organ transplantation: A historical revisit”, Studia Bioethica 2/2 (2009) 47-48.
16President's Commission for the Study of Ethical Problems in Medicine and Biomedical and Behavioral Research, Defining death: medical, legal, and ethical issues in the determination of death (s.l. 1981).
17Juan Pablo ii, “Allocutio ad eos qui conventui de chirurgicis transplantationibus interfuerunt”, Acta Apostolicae Sedis 92 (2000) 822-826.
18The President's Council on Bioethics, Controversies in the determination of death: a white paper by the President's Council on Bioethics, 2008, en línea: https://bioethicsarchive. georgetown.edu/pcbe/reports/death/index.html (consulta: 31/7/2020).
19D. Nguyen, “Evolution of the criteria of Brain Death: A critical analisis based on scientific realism and Christian anthropology”, Linacre Quarterly 86/4 (2019) 304.
20Véase, como referencia general, L. Mazzinghi, “Morte”, en R. Penna - G. Perego - G. Ravasi (eds.), Temi teologici della Bibbia (San Paolo, Cinisello Balsamo 2010) 881-887.
21Cf. P. Byrne, “Death: the absence of life”, en R. De Mattei (ed.), Finis vitae Is brain death still life?, 63-84.
22Esta inevitable correferencia entre la vida y la muerte está muy bien descrita en A. GÓMEZ-LOBO, “Personal statement”, en The President's Commission on Bioethics, Controversies in the determination of death, 96-97.
24Si bien no hay total unanimidad sobre este punto entre los médicos, es la posición ampliamente dominante. Para una formulación de la muerte como proceso, cf. M. A. Azevedo - J. C. Bitencourt Othero, “Human death as a triptych process”, Mortality (2020), en línea: https://doi.org/10.1080/13576275.2020.1756765 (consulta: 3/8/2020).
25M. Condic, “Determination of death: a scientific perspective on biological integration”, Journal of Medicine and Philosophy 41 (2016) 258. En este sentido, en la primera reunión de la Pontificia Academia para las Ciencias sobre el tema, se habló del momento de la muerte. Cuatro años después, en 1989, se reconoció que no era algo adecuado: “Debe notarse, sin embargo, que, al publicar las actas del presente grupo de trabajo, los editores han excluido del título toda mención al concepto del “momento” de la muerte”. G. B. Marini - Bettolo, “Preface”, en R. J. White - H. Angstwurm - I. Carrasco de Paula, The determination of brain death and its relationship to human death (Pontificia Academia Scientiarum, Ciudad del Vaticano 1992) xii.
26Pío XII, “Adstantibus multis honorabilibus Viris ac praeclaris Medicis et Studiosis, quorum plerique Nosocomiis praesunt vel in magnis Lyceis docent, qui Romam convenerant invitatu et arcessitu Instituti Genetici ≪Gregorio Mendel≫, Summus Pontifex propositis quaesitis de “reanimatione” respondit”, Acta Apostolicae Sedis 49 (1957) 1031. Debe notarse el tono particularmente cauto del discurso, cuando debe pronunciarse sobre la cuestión, remitiendo, en lo sustancial, al juicio de los médicos.
27Cf. d. a. Jones, “Catholic controversy over the rationale for the determination of death by neurological criteria”, en J. T. Eberl (ed.), Catholic Controversies in Bioethics (Springer, Cham 2017) 374.
28Cf. j. Bernat, “The biophilosophical basis of whole-brain death”, Social Philosophy and Policy Foundation (2002) 325. Una buena síntesis sobre el problema de la terminología se encuentra en The President's Commission on Bioethics, Controversies on the determination, 17-20.
29Cf. W. Hacke, “Brain death -an artifact created by critical care medicine or the death of the brain has always been the death of the individuum”, en M. Sánchez Sorondo (ed.), The signs of death (Pontificia Academia Scientiarum, Ciudad del Vaticano, 2007) 84.
30Cf. J. Bernat, “The biophilosophical basis”, 329. Sin embargo, tiene razón cuando afirma poco después que el concepto de muerte no puede ser considerado una construcción social. Con todo, Bernat da a entender que el organismo puede estar vivo o muerto, pero en realidad estar vivo o estar muerto no son estados de un organismo, sino que se identifica con el ser del viviente, no hay organismos muertos, hay no-organismos o exorganismos. Brody e Emanuel (citados por Bernat) aceptan estados intermedios, que son naturalmente inconsistentes con esta visión.
31La dificultad del problema, a lo largo de la historia de la biología, está bien documentada en: P. Ramellini, “Death in the biological literature on life”, en A. Aguilar (ed.), What is Death? A scientific, philosophical and theological exploration on life's end (Libreria editrice vaticana, Ciudad del Vaticano 2009) 23-67.
33Cf. Pontificio Consejo Cor Unum, Algunas cuestiones éticas relativas a los enfermos graves y a los moribundos (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1981).
34Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud y los Agentes Sanitarios, Carta de los Agentes Sanitarios (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1995).
35Una buena exposición histórica de la reflexión vaticana sobre la muerte encefálica se encuentra en E. Furton, “Brain death, the soul and organic life”, National Catholic Bioethics Quarterly 2/3 (2002) 457-460.
36C. Chagas (ed.), The artificial prolongation of life and the determination of the exact moment of death (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1986).
38Algunas de las ponencias de esa sesión son recogidas en el ya citado volumen Finis vitae Is brain death still life?
40“Las actas y las conclusiones fueron publicadas en 1986 y gozaron de consenso general entre médicos y científicos además de entre los que reconocen los aspectos benéficos de los trasplantes de órganos. Sin embargo, entre ciertos moralistas y filósofos, surgieron cuestionamientos e incluso una fuerte oposición”. R. J. White - H. Angstwurm - I. Carrasco de Paula, “Foreword”, en ID. (eds.), The determination of brain death, xiii. Los filósofos y moralistas participantes en esta reunión fueron J. De Finance, J. M. McDermott, J. M. Maldamé, D. Ols, J. Seifert, A. Serra, E. Sgreccia.
41Cf. E. Dovico, Intervista a Doyen Nguyen. Organi e trapianti, quanti dubbi sul momento della morte, en línea: https://lanuovabq.it/it/organi-e-trapianti-quanti-dubbi-sul-momento-della-morte-1 (consulta: 3/8/20).
42Cf. A. Shewmon, “Chronic ≪Brain Death≫. Meta-analysis and conceptual consequences”, Neurology 51/6 (1998) 1538-45. En esa misma línea, el caso reportado por S. Repetinger, “Long survival following bacterial meningitis associated brain destruction”, Journal of Child Neurology 21/7 (2006) 591-95.
46Cf. P. Lee - G. Grisez, “Total brain death: a reply to Alan Shewmon”, Bioethics 26/5 (2012) 275-284. Una evidente debilidad de este criterio es que se atribuye al “remanente”, esto es el ser en estado de muerte cerebral, una unidad sustancial que no sería propiamente humana, pues no estaría informado por un alma racional, es una especie de animación regresiva (en paralelo a la animación progresiva al origen de la vida). Para este último concepto y la visión tomista de él, cf. P. Toner, “On departing hominization”, American Catholic Philosophical Quarterly 89/2 (2015) 175-194.
47N. Tonti-Filippini, “Religious and secular deaths: a parting of the ways”, Bioethics 26/8 (2012) 410-421.
48M. Condic, “Determination of death: a scientific perspective on biological integration”, Journal of Medicine and Philosophy, 41.
49M. Moschella, “Deconstructing the Brain disconnection-Brain death analogy and clarifying the rationale for the neurological criterion of death”, Journal of Medicine and Philosophy 41/3 (2016) 279-299.
50A título de ejemplo: A. Serani, “La muerte encefálica y la determinación práctica de la muerte: otra opinión disidente”, Cuadernos de Bioética 37 (1999) 149-159.
51Cf. E. Sgreccia, Manuale di Bioetica v. 1. Fondamenti di etica biomedica (Vita e pensiero, Milán, 42007) 846.
54Cf. N. Austriaco, Biomedicine and beatitude. An introduction to catholic bioethics (Catholic University of America Press, Washington D.C. 2011).
55N. Austriaco, “Is the Brain-Dead”, 299. Las itálicas son del texto. Más allá de la generalidad de la afirmación, el punto refiere más al modo de diagnosticar la muerte que a la consistencia del criterio neurológico. Esto es relevante para el concepto de certeza moral que desarrollaremos en la parte final del “artículo”.
57Cf. N. Austriaco, “Is a Brain-Dead”, 305-307. Austriaco se opone a la espera de 20 minutos que propone Shewmon para poder extraer los órganos, dado que no habría que esperar la muerte.
59Tonti-Filippini sostiene que San Agustín podría dar apoyo teóico a quienes sostienen que la muerte encefálica no implica la pérdida de integración, dado que sostenía que el alma intelectiva podría separarse del cuerpo sin que el cuerpo muriera. Cf. N. Tonti-Filippini, “You only die twice: Augustine, Aquinas, the Council of Vienne and the brain death criterion”, Communio 38 (2011) 310.
61Moschella concede que, en organismos menos complejos, como los protozoos unicelulares o incluso las plantas, no es necesaria esta parte maestra. Cf. M. Moschella, “The human organism is not a conductorless orchestra: a defense on brain death as true biological death”, Theoretical Medicine and Bioethics 40 (2019) 440.
62En esta misma línea, cf. D. Oderberg, “Death, unity and the brain”, Theoretical Medicine and Bioethics 40 (2019) 367.
63Cf. D. Nicholson, “The return of the organism as a fundamental explanatory concept in biology”, Philosophy compass 9/5 (2014) 347-359.
64Cf. A. Battro et al., “Response to the statement and comments of Prof. Spaemann and Dr. Shewmon”, en M. Sánchez Sorondo (ed.), The signs of death, 393.
65Cf. J. M. Maldamé, “Réflexion philosophique et théologique sur le moment de la mort”, en R. J. White - H. Angstwurm - I. Carrasco de Paula, The determination of brain death, 180.
66Cf. W. MAY, Catholic bioethics and the gift of human life (Our Sunday Visitor, Huntington 2008) 352-353.
67Cf. N. Austriaco, “In defense of bodily integrity as a criterion for death: a response to the radical capacity argument”, The Thomist 73 (2009) 647-659.
68Cf. G. Grisez - P. Lee, “Total brain death: A reply to Alan Shewmon”, Bioethics 26/5 (2012) 275-284.
70Cf. P. Lee, “Total brain death and the integration of the body required of a human being”, Journal of Medicine and Philosophy 41(2016) 300-314.
71Cf. P. Lee, “Total brain death”, 304. La crítica de Accad a este punto me parece adecuada y va en la misma línea de la que hacemos nosotros. Cf. M. Accad, “Of whole and parts: A Thomistic refutation of brain death”, Linacre Quarterly 82/3 (2015) 225-228.
73Tonti-Filippini sostiene que la angiografía cerebral debería ser un requisito para el diagnóstico de muerte encefálica. Cf. N. Tonti - Filippini, “Religious and secular death”, 421. En todo caso, los defensores de la muerte encefálica conceden que puedan darse excepciones. Cf. A. Battro et al, “Why the concept of brain death is valid as a definition of death”, en M. Sánchez Sorondo (ed.), The signs of death, 9.
74Cf. K. Flannery, “Defining death with Aristotle and Aquinas”, en J. T. Eberl, Catholic Controversies in Bioethics, 400-401. Flannery no usa el concepto de unidad residual, pero usa la analogía del florero, las flores ciertamente no están muertas, pero no constituyen un organismo.
75Cf. M. Condic, “Determination of death”, 259. Condic refuerza su argumento por medio de una tabla comparativa entre funciones presentes en cultivos celulares y órganos aislados y las que se observan después de la determinación de la muerte encefálica.
76Juan Pablo II, “Allocutio ad eos qui conventui de chirurgicis transplantationibus interfuerunt”, Acta Apostolicae Sedis 92 (2000) 822-826. El texto oficial del discurso esta en inglés, pero utilizaremos la traducción española para facilitar la lectura. No nos parece que haya matices significativos que se pierdan por la traducción.
77Cf. L. Scaraffia, “I Segni della morte”, L'Osservatore Romano. Edizione quotidiana del 3 de septiembre de 2008. En línea: http://w2.vatican.va/content/osservatore-romano/it/ comments/2008/documents/205q01b1.html (consulta: 1/8/20).
79Es por eso significativo que el título del Congreso organizado por la Pontificia Academia de las Ciencias llevara por título “The signs of death”. La cursiva es del texto.
80Juan Pablo II, “Discurso al grupo de trabajo de la Pontificia Academia para las Ciencias” en R. J. White - H. Angstwurm - I. Carrasco de Paula, The determination of brain death, xxvi.
84No puede dejarse de notar, sobre todo en el contexto de las leyes vigentes en algunos países, la frase final del n. 5 del discurso. Puede preguntarse legítimamente si esas leyes, por ejemplo, la ley chilena, que establece el consenso presunto, satisface las exigencias propuestas por el Pontífice.
85Para un sucinto análisis histórico del concepto puede verse J. L. Quantin, “Reason and reasonableness in French ecclesiastical thought”, The Huntington Library Quarterly 74/3 (2011) 401-436. Parece ser que fue Gerson quien lo usó por primera vez, aunque obviamente el concepto está presente en la Ética a Nicómaco de Aristóteles, donde explica que el grado de precisión es relativo al tipo de ciencia que genera el conocimiento. Veáse también R. Schüssler, “Jean Gerson, moral certainty and the Renaissance of Ancient Scepticism”, Renaissance Studies 23/4 (2009) 444-462.
87No nos parece correcto aplicarlo al criterio neurológico como tal, tal como hace I. Alexander, “Humility before new scietific evidence: We no longer have moral certainty that 'brain death' is true death”, Linacre Quarterly 89/4 (2019) 314-326.
88Cf. J. Seifert, “Is brain death actually death? A critique of redefining man's death in terms of brain death”, en R. J. White - H. Angstwurm - I. Carrasco de Paula, The determination of brain death, 128. Huelga decir que es de cabal importancia, para la certeza moral necesaria en el caso concreto, que el personal médico responsable de la aplicación del criterio neurológico esté bien entrenado.
89H. Jonas, Philosophical Essays: From ancient creed to technological man (Prentice Hall, Englewood Cliffs 1974) 133.
90E. Pellegrino, “Personal statement”, en The President's Commission on Bioethics, Controversies, 111.
92El tuciorismo es uno de los sistemas morales que se desarrolló en la teología moral de los siglos XVII y XVIII, se basa en la así llamada regula magistralis, que indica que en caso de duda se debe optar siempre por la opción más segura (aquella que tenga menos probabilidad de pecado). Cf. D. Capone, “Sistemas Morales”, en L. Rossi - A. Valsecchi (eds.), Diccionario Enciclopédico de Teología Moral (Paulinas, Madrid 1974) 1017. La aplicación de este principio, en el campo de la bioética católica, está bien estudiado por S. Bauzon, “In dubio pro vita. Le principe de précaution et la santé dans l'Eglise catholique”, Cahiers du Centre Georges Canguilhem 3/1 (2009) 119-131.
93Como señala Posner: “Concluyo que, si se aplican adecuadamente los criterios propios de la muerte encefálica, nadie recupera la conciencia y, aunque puede haber una sobrevida prolongada de órganos vitales, es un fenómeno raro” (J. Posner, “Alleged awakenings from prolonged coma and brain death and delivery of babies from brain-dead mothers do not negate brain death”, en M. Sánchez Sorondo (ed.), The signs of death, 117).
94Es uno de los argumentos de R. Spaemann, “Is brain death the death of a human being?”, en R. de Mattei (ed.), Finis vitae Is brain death still life?, 263.
95Cf. A. Bagheri, “Individual choice in the definition of death”, Journal of Medical Ethics 33/3 (2007) 157.
96Cf. R. Veatch, “Controversies in defining brain death: a case for choice”, Theoretical Medicine and Bioethics 40 (2019) 381-401, especialmente 398.
97Cf. R. G. Son - S. Setta, “Frequency of the use of the religious exemption in New Jersey cases of determination of brain death”, BMC Medical Ethics 19 (2018), en línea: https://doi.org/10.1186/s12910-018-0315-0 (consulta: 8/8/20)
98O. Iftime, “Brain death, autonomy and the future of organ trasplantation”, Acta Bioethica 25/1 (2019) 63-71.
101No podemos olvidar, en sede teológica, “el tener una conciencia explícita del ineludible aspecto de misterio que tiene la muerte” (L. Ciccone, “Cerebral death. Is it sufficient to establish human death?” en R.J. White - H. Angstwurm - I. Carrasco de Paula, The determination of brain death, 190). Desgraciadamente, proponer un estudio comparativo con un grupo de control al que se le mantiene el soporte vital avanzado después de la certificación de la muerte por criterio neurológico sería imposible, puesto que se caería muchas veces en el ensañamiento terapéutico. Tenemos que conformarnos con analizar retrospectivamente los casos de supervivencia después de la aplicación del criterio neurológico, tal como hace Shewmon. Consecuentemente, no podemos utilizar esa evidencia para invalidar el criterio neurológico en todos los casos sino sólo plantear la duda de que en algunos casos no sería prudente aplicarlo.
102Cf. Benedicto XVI, “Ad Plenariam Sessionem Pontificiae Academiae Scientiarum”, Acta Apostolicae Sedis 100/11 (2008) 796-798.
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